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Edgar Allan Poe |
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11 de
agosto, 2023
Edgar Allan Poe
La máscara de la
muerte roja
3ª Parte
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía
el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el
momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la
medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las
evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se
produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía
tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos
invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que
reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también
por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se
hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron
tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta
entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en
un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un
rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto,
horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera
provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no
tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso
más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el
corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin
emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la
muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se
puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el
traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro.
Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una
mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al
semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se
habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella
frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz.
Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la
Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente,
así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen
(que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su
papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer
momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero
inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo
rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria?
¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a
ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el
aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y
claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario
y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el
aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento
en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance
y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible
aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los
cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin
impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta
concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes,
siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que
desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la
púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde
ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera
decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por
la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a
través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal
terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente
hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose,
cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se
volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito,
mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el
príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje
de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro;
pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta
e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable
horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta
rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido
como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las
salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada
actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del
último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes
expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo
dominaron todo.
Fin
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