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Edgar Allan Poe
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25 de julio, 2023
Edgar Allan Poe
La máscara de la muerte roja
Pte. 1
La
“Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste
había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello:
el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo
repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas
escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste,
que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y
fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el
príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se
retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era
ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el
excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima
muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez
adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los
cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los
súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba
ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos
podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su
cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo
lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y
músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de
adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al
cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los
más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un
baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella
mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los
salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En
la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería
en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las
paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero
aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del
príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal
irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada
veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo
efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha
ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie
de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono
dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la
extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus
ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y
aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo
los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja;
la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el
techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo
material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no
correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color
de sangre.
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