por 
	
	
	Cristina de la Concha
	
	 
	
	
	Una de 
	esas mañanas de aromático café caliente que sirvió mirando sin mirar la taza 
	y el líquido verterse, creyó ver un corazón dibujado en la orilla de la 
	cerámica. Lo ignoró. Sorbió su café, mordió su pan francés cubierto con 
	montecitos de mermelada, masticó disfrutando el bocado, lo hizo pasar por el 
	paladar al tubo gástrico. Sorbió de nuevo y notó que sus labios se ajustaban 
	bien a la orilla de la taza, incluso con comodidad sobre el despostillado 
	del borde de esa no tan vieja taza pero a la que le tenía especial afecto.
	
	
	
	         Eran dos los tarros de cerámica de su afecto, los había adquirido 
	un par de años antes por darse ese placer de tener su taza de café de diseño 
	particular, con un paisaje caricaturesco muy colorido, que da cierta 
	individualidad y celebra el ritual de la bebida personal. Las vio en un 
	aparador al pasar en el mercado durante el paseo de las compras de la casa y 
	se le ocurrió como buena idea una para ella y otra para él, cada una con su 
	propio diseño. Pero a él no le gustaron, desdeñándolas masculló: 
	“No me gustan esos decorados”.
	
	
	
	Desilusionada, las puso por allí, en cualquier lugar, no importaba. Un par 
	de meses después, lo pensó mejor y refutó: “Las dos son mías, para mi 
	café un día una y al día siguiente otra”. Pero ambas cerámicas, poco tiempo más 
	tarde, se despostillaron. Azorada, las revisó, quizás eran de tan mala 
	calidad que no resistieron aunque le resultaba extraño. Como estaban casi 
	nuevas, ella siguió usándolas, ahora ante el azoro de él que 
	le advirtió que podría
	cortarse. “No, no”, respondió ella, 
	contundente. 
	Le daba pena desecharlas porque 
	ciertamente le habían gustado mucho.
	
	
	
	Continuó su desayuno frugal con la imagen de un corazón en la mente. 
	Entonces, lo vio: el despostillado tenía la forma de un corazón. Tomó la 
	taza, le dio la vuelta, lo observó con curiosidad, no había duda, allí 
	estaba dibujado un corazón, "¡qué chistoso!" y sonrió. Lo mostró a su marido 
	quien sólo emitió un “ah”, pero ella estaba complacida, el evento le hizo el 
	día.
	
	
	
	Semanas más tarde, durante el desayuno usual contemplaba el despostillado 
	pensando en lo bien que se acomodaba a sus labios al sorber. De momento, al 
	tomar otro sorbo, percibió una diferencia casi insignificante en la rotura. 
	La creyó más grande, pero cómo podría ser, si de haberse roto de nuevo 
	habría perdido la forma de corazón que, evidentemente, seguía allí. Observó 
	que así era, confirmándoselo, el tamaño había crecido y ahora se extendía 
	por varios milímetros. Trató de no darle importancia, debía apurarse para ir 
	al trabajo. Se levantó de la mesa, fue el baño, terminó los 
	breves quehaceres requeridos antes de salir y tomó sus llaves, pero era 
	bastante raro que el despostillado aumentara su tamaño. Ya en la puerta, 
	regresó a la cocina con la duda, a buscar la otra taza. Y, aunque no solía 
	sacar su magia porque no creía en ella ni le prestaba atención ni tenía 
	intención de probarla ni de aprobarla, su magia a veces hacía de las suyas 
	contra su voluntad –se asomaba de vez en cuando para mostrarle–, colocó 
	ambas tazas frente a ella. Sí, allí estaban ¡dos corazones! No era 
	una taza con esa figura sino ¡las dos!... un corazón en cada una, quizá 
	consolándola por el desprecio de aquel o, al revés, consolando ella misma a 
	sus tazas... pero qué cómodo le era sorber de ellas.