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Poetas mexicanos contemporáneos

por José Antonio Durand
 

Cristina Caballero Betancourt

 
 

27.Ene.13

   
 

 


 

 

Plausible, por decir lo menos, ha sido la decisión de Cristina de la Concha respecto a dar a conocer a poetas mexicanos contemporáneos a través de las páginas de su perseverante Boletín Tulancingo cultural.

      La directora del Boletín ha encargado tal comisión a quien suscribe, y no puedo menos que agradecer semejante deferencia con una meticulosa selección para cada uno de los Números de Tulancingo cultural.

Esta primera entrega reúne textos de Mario Alberto Patiño, compilados en su poemario Cartas desde los sitios de la lluvia, editado en 2008 por la Academia de Extensión Universitaria y Difusión de la Cultura en la FES Zaragoza, UNAM.

Pero ¿quién es el autor? Dejemos que la maestra Imelda Ana Rodríguez, autora del prólogo, nos informe.

 

 

Primero conocí a Alberto Patiño y después leí su poesía. Importa esta anotación para que el lector tenga, de mi parte, una advertencia: el hombre dio luz al poeta palmo a palmo. Lo trabajó con certidumbre de relojero experto. Le trajo al mundo igual que como se alumbra un nacimiento: exigiendo que la respiración sea una obligación autónoma. Alberto Patiño es poeta nacido en ceremonia de creación, recreación, de tributo a la vida, de resolución. Y este parto, resultó más carnicero que la tristeza.

      Él habla de las transiciones de la vida alojadas en la memoria del cuerpo. En la piel como territorio de sentidos por los que respira, se estremece, suda y llora la nostalgia. Cuerpo que hace casa en la palabra que nos tiene y nos contiene como lecho del río que se gasta y desgarra la tierra, la piedra, las semillas del costado; que lava el tiempo y purifica el aire.

      Alberto, como Rilke, sabe que cada cual lleva en sí su propia muerte como lleva la fruta su hueso, y que el poeta traslada, en la elegía, el sabor salado de su carne. En efecto, solo en la poesía puede gestarse la ilusión de muerte y, en ella, muchas veces, deja de existir el miedo de morir en ese mismo instante. Pero vivir con el

poema a cuestas, con sus grandes títulos, sus formas verticales como la laringe, con sus comas desgarrando las últimas vocales, o a veces dejarlo reposar en las palabras no dichas, no resuelve ni agota la infinita melancolía que se hace sangre, veneno y alimento.

      Y es que Alberto, cuando escribe un poema, desgrana su semilla madura y pródiga porque él es tierra, raíz, hueso y fruta al mismo tiempo.

      En el ojo de este poeta se transporta la luna como espejo y como lente, para iluminar y reflejar los motivos del amor que se destroza y fluye por un cabello sucio enredado torpemente en el cuello de un saco, cuando el tiempo se satura de pájaros sucios o cuando una lágrima se conserva para no derramar la memoria.

     Lágrima de identidades contenidas, efímeras promesas, sueños amorosos e implacables pesadillas que han hecho del amortraición una caída letal anticipada.

      Poeta hecho dolor cuando se hace presente el anuncio de la muerte, el pesar del abandono, el cáncer de la indiferencia o cuando el accidente atropella su respiración, rompe su cráneo o le desgarran el íntimo deseo de continuar asido al eterno y profundo amor filial o al minúsculo recuerdo de cosas corrompidas, pequeñas e insignificantes. Pero más propias que uno mismo.

      Increíblemente, de ese dolor forma su aliento, disciplina su carácter y templa su voz, para que cuando él hable de la muerte o el dolor, la muerte o el dolor dejen de existir.

      La poesía de Alberto es un largo inventario de emociones perdurables, endurecidas unas, rancias y ácidas otras, conservan el calor del verano en el que se cultiva el olor de las frutas, el pan de agua, el sabor de algunos besos peregrinos y la textura pastosa de la melancolía. Algunas más, resultan de levantar sus más tiernas costumbres del olvido.

      En este libro, el lector también se encontrará con la desolación de un cuerpo azul y vencido que camina haciendo ruido con los huesos quebradizos a pesar de que los pies son de silencio.

      Tropezará con el veneno del desánimo y el terrible egoísmo del pasado que, implacable, nos despoja de lo que realmente nunca fuimos a fuerza de tanto querer ser.

      Al llegar hacia el final de este poemario, queda la suma y sensación de que la biografía de Alberto Patiño está empezando a ser escrita con su mano diestra, que también corta manzanas y atesora el calor de los amigos.

 

 

 

 
   

 

 

DESPOJOS DE BATALLA

 

Mario Alberto Patiño

 

Quiero verter en el envase de tus senos

las rencorosas gotas de mi sed.

 

Dejaste mis manos sitiadas

con la huella imprecisa de tu cuerpo.

 

Regadas en mi habitación quedaron

tus ropas, pertrechos sexuales

ya carentes del furor de tus movimientos.

 

Ahora, vestida, amargamente cubierta,

inmóvil, observas la batalla que se libra.

 

Lejanos aromas del moblaje que contiene nuestra casa

llegan con sus filos de navaja a rasgar mi olfato

y entonces, a chasquidos soeces de sus labios,

el silencio me despoja de todo lo tuyo.

 

Aúllan los perros en cuyas fauces se muere la luna.

Es un amanecer que triza las nubes en el horizonte.

 

¿En qué barrio de esta ciudad nauseabunda

terreno yermo, abandonado también por los gatos

quieres que tire el feto de tus actos de amor?

 

 

 

más de Mario Alberto Patiño

 

 

 

 
             

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