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						Edgar Allan Poe 
						
						
						El retrato oval
						cuento 
						
						2ª  Parte 
						  
						  
						  
						  
						
						
						
																				            					
							
												            					
							
                				
												            					
            				
                				
												            					
							
							
												            					
							
                				
												            					
							
								
							            					
							
				            					
							
												            					
							
				            					
                				
												            					
							
				            					
							
												            					
							
				            					
                				
												            					
							
				
							
									
												            					
							
												            					
									
    								
							
							
							
								            					
							
												            					
							
																	            					
							
												            					
							
							
							
							
							
									
									
							
							
							
												            					
							
								            					
							
												            					
							
							
												            					
            				
						
						
						
						
						El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. 
						se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, 
						todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, 
						estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de 
						pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el 
						seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse 
						en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a 
						la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y 
						de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la 
						ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su 
						fisonomía lo que me impresionó tan repentina y 
						profundamente. No podía creer que mi imaginación, al 
						salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de 
						una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el 
						estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me 
						permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas 
						reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos 
						fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de 
						realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, 
						acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví 
						el candelabro a su primera posición, y habiendo así 
						apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, 
						me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la 
						historia y descripción de los cuadros. Busqué 
						inmediatamente el número correspondiente al que marcaba 
						el retrato oval, y leí la extraña y singular historia 
						siguiente: 
      
				
				
																				            					
							
												            					
							
                				
												            					
            				
                				
												            					
							
							
												            					
							
                				
												            					
							
								
							            					
							
				            					
							
												            					
							
				            					
                				
												            					
							
				            					
								
												            					
							
				            					
							
												            					
							
				            					
                				
												            					
							
				
							
									
												            					
							
												            					
									
    								
							
							
							
							
							
								            					
							
												            					
							
																	            					
							
												            					
							
							
							
							
							
									
									
							
							
							
												            					
							
								            					
							
												            					
							
							
												            					
		
						“Era una joven de peregrina 
						belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó 
						al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter 
						apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el 
						arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda 
						luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, 
						amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su 
						rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y 
						demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor 
						de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al 
						pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y 
						sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, 
						en la sombría y alta habitación de la torre, donde la 
						luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el 
						cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que 
						avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre 
						vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil 
						ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan 
						lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los 
						encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto 
						para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque 
						veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, 
						experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y 
						trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen 
						de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase 
						más débil y desanimada. Y, en verdad, los que 
						contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su 
						semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del 
						pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. 
						Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no 
						se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor 
						había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba 
						su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni 
						aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver 
						que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse 
						de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y 
						cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no 
						restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar 
						un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de 
						la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que 
						está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los 
						toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el 
						trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, 
						estremeciéndose, palideció intensamente herido por el 
						terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es 
						la vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar 
						a su bien amada: ¡Estaba muerta!”         |  |