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Golpe sobre golpe
(cuento)
Comenzó
a golpearme en medio de la sala porque algo le salió mal en la cocina. Fue
una casualidad: mi madre salía enfurecida cuando me crucé en su camino. Su
comida era pésima y con frecuencia los trastes o la estufa la hacían enojar.
¿Por qué no los golpeaba a ellos? Como no tenía un plan, me dio con el
cucharón que llevaba en la mano derecha. Fue un acto reflejo. Los golpes
caían sobre mi cabeza sin ton ni son. Con el puño izquierdo me daba en el
hombro, el cuello y el brazo. Yo retrocedía desconcertado. En un momento
cambió el cucharón por una regla de aluminio que alguien había olvidado en
el mueble de la televisión. Me dio a placer en los antebrazos y en donde
pudo.
De
pronto, algo tronó en la cocina, a sus espaldas. Quizás mi hermana María
dejó caer un traste (craso error), o se había reventado la olla exprés (que
nadie sabía usar), o explotó una tubería. Nunca supe qué pasó. Solo vi su
reacción. Dejó de apalearme, volteó y volvió a la cocina enfurecida. En su
camino, aventó la regla bajo las escaleras.
Tundió a
María por largos minutos, entre insultos y escupitajos. Debió golpearla con
una sartén, una cacerola o una tabla de picar. Le reventó varias tazas de
cerámica en alguna parte del cuerpo. Me quedé congelado. Los alaridos de
María me espabilaron. Avancé por el comedor. No me atreví a asomarme a la
cocina. No quería ver aquella golpiza. Nadie puede acostumbrarse a ese tipo
de violencia, es algo antinatural.
Sobre la
mesa del comedor, entre restos de comida y frascos de especies sin etiqueta,
había un cuchillo cebollero, el más grande de la casa. Lo agarré con ambas
manos. En automático, ahora sí fui hacia la cocina. En el piso, mi madre le
daba duro a María con un rodillo. Dirigía los golpes en especial a sus
pechos. María ya había silenciado sus gritos. Se dejó vencer de nuevo, como
cada vez. No había remedio. Sin lágrimas en los ojos y con la cara
enrojecida recibía el correctivo por un error que no había cometido. A pesar
de que apretaba sus brazos contra el cuerpo, el rodillo alcanzaba sus
pechos. Un golpe desviado dio en su boca y le floreó los labios. Mañana en
la escuela la mirarían raro de nuevo.
Avancé
hacia ellas, sin pensar. María no parecía verme. Estaba absorta. La hoja del
cuchillo quedó a centímetros del monstruo. Bastaba que diera un paso y
hundiera el metal sobre su espalda. A pesar de mis diez años y mi
desnutrición, me sentí con el valor y la fuerza para hacerlo. La rabia me
ofrecía el coraje adicional para por fin cumplir mi más anhelada fantasía.
Ella
debía morir. Así tenía que ser. María me apoyaría en caso de que la policía
nos detuviera. Les diría que había entrado un ladrón, que nuestra madre nos
había defendido y que la mataron ante nosotros. O que la mató mi padre,
después de volver ebrio del trabajo. No desconfiarían de dos niños sucios,
debiluchos. En el peor de los casos, yo iría a la cárcel y María se
salvaría. Si guardaba silencio, lograría su libertad. También podría
acusarme de todo, con justa razón, así no quedarían manchas en su
conciencia. Como fuera, yo saldría pronto. Había visto en las noticias el
caso de un niño a quien solo le dieron tres años en la correccional por
haber asesinado a un compañero que lo molestaba. Tres años sería tiempo
suficiente para olvidar el rostro de mi madre muerta. Además, yo no era un
asesino, sino un niño enclenque.
Estaba a
punto de cumplir la venganza cuando el mismo pánico de minutos antes, el
terror de siempre, me paralizó una vez más. La adrenalina en mi cuerpo no
fue suficiente para consumar el acto furtivo que el destino me había
otorgado. Pensé que si la mataba mamá me golpearía el resto de mi vida y esa
idea nubló mi mente. Cada vez que nos disciplinaba yo tenía miedo de que
aquello no acabara nunca.
Tenía
demasiada experiencia como conejillo de indias de sus experimentaciones más
refinadas de sevicia. Era irracional, más que eso. “Sevicia, sevicia”,
repetía en mi mente desde que conocí el término. Nunca pude ni podré
adivinar de qué se vengaba, qué pretendía hacernos pagar con sus amorosos
castigos.
Avancé
en reversa con el cuchillo al frente. Fui llevándolo hacia lo alto. Volví a
la sala. “Es el final”, pensé.
—Es el
final —dije en voz baja.
Con las
manos temblorosas, sudando ya de todo el cuerpo, bajé el arma e invertí su
filo. Lo puse en mi pecho, a la altura del esternón. Luego lo llevé hacia
abajo, a la boca del estómago. Ni siquiera pensé en buscar el sitio indicado
para el corazón. “Es mi final”. Las lágrimas y el sudor caían sobre los
moretones de mis brazos y en el piso de linóleo verde. El mundo enmudeció a
mi alrededor. “Es nuestro final”. Ni el estridente ruido de la avenida
entraba por mis oídos. “El final”. El metal comenzó a entrar en mi cuerpo,
apenas una pequeña puntita, cuando de pronto:
—¡Qué
chingados haces! ¡Dame ese puto chuchillo, imbécil!
No se lo
di, me lo arrebató. Comenzó a vapulearme de nuevo, no sé con qué, pero no se
detuvo nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca, sevicia, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca,
nunca, nunca,
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