Cuando 
																	comencé a 
																	escribir, en 
																	el 
																	bachillerato, 
																	actuaba bajo 
																	la 
																	influencia 
																	de libros 
																	fundamentales:
																	La
																	Biblia,
																	La 
																	Ilíada 
																	y La 
																	Odisea, 
																	los 
																	fabulistas 
																	clásicos y, 
																	entre los 
																	recientes, 
																	los de
																	
																	Kafka. 
																	Ingenuamente 
																	estaba 
																	seguro de mi 
																	originalidad. 
																	Desconocía 
																	el mundo de 
																	los 
																	bestiarios 
																	al que 
																	llegué, en 
																	esos mismos 
																	años, merced 
																	a 
																	Borges 
																	y su 
																	Libro de los 
																	seres 
																	imaginarios, 
																	título dado 
																	en Buenos 
																	Aires o 
																	Manual de 
																	zoología 
																	fantástica, 
																	según el que 
																	recibió en 
																	México.
																	
																	Fue 
																	Juan José 
																	Arreola 
																	quien leyó 
																	mis primeros 
																	cuentos 
																	breves, 
																	cuando 
																	términos 
																	como 
																	minificción 
																	o 
																	microrrelato 
																	no existían. 
																	Los publicó 
																	en la 
																	revista, 
																	creada por 
																	él para mi 
																	generación,
																	Mester. 
																	En esas 
																	páginas 
																	consolidé mi 
																	devoción por 
																	la brevedad, 
																	aunque he 
																	redactado 
																	largas 
																	novelas.
																	
																	
																	Los 
																	bestiarios 
																	me gustaron 
																	y conservo 
																	la 
																	admiración. 
																	Con uno, 
																	Los animales 
																	prodigiosos, 
																	ilustrado 
																	por 
																	José Luis 
																	Cuevas 
																	y prologado 
																	por 
																	Rubén 
																	Bonifaz Nuño, 
																	vigoricé mi 
																	amor por los 
																	seres 
																	fantásticos, 
																	un zoológico 
																	que, al 
																	decir de
																	
																	Borges, 
																	no supera al 
																	de la 
																	realidad. 
																	Con ese 
																	libro obtuve 
																	el Premio 
																	Colima. 
																	Pronto 
																	reparé en 
																	algo 
																	interesante: 
																	estaba 
																	trabajando 
																	con bestias 
																	occidentales, 
																	¿y las 
																	americanas?
																	Chac Mol, 
																	de 
																	Carlos 
																	Fuentes, 
																	me dio una 
																	pista. 
																	Hurgué en 
																	nuestras 
																	antiguas 
																	culturas y 
																	con tal 
																	bagaje llevé 
																	a cabo un 
																	primer 
																	libro: 
																	El bosque de 
																	los 
																	prodigios, 
																	ahora 
																	ilustrado 
																	por 
																	Guillermo 
																	Ceniceros. 
																	Inventé unos 
																	cuarenta 
																	animales que 
																	se suponía 
																	poblaron 
																	nuestro 
																	continente 
																	antes de la 
																	llegada de 
																	los 
																	europeos. 
																	Los imaginé 
																	basado en 
																	códices, 
																	esculturas, 
																	murales, 
																	religiones, 
																	deidades y 
																	mitos. Les 
																	di una 
																	fisonomía 
																	extraña y 
																	añadí una 
																	trama. La 
																	tarea es 
																	crear una 
																	mitología 
																	propia y no 
																	repetir 
																	bestias que 
																	surgieron en 
																	otras 
																	regiones. 
																	Como 
																	muestra, 
																	incluyo la 
																	más 
																	reciente, 
																	escrita en 
																	Londres, 
																	hace medio 
																	año.
																	
																	
																	La serpiente 
																	bicéfala 
																	azteca. 
																	Las 
																	serpientes 
																	de dos 
																	cabezas, una 
																	donde suele 
																	estar, la 
																	segunda en 
																	la cola, no 
																	existieron 
																	únicamente 
																	en Europa. 
																	Hay multitud 
																	de indicios 
																	que prueban 
																	que hace 
																	muchos 
																	siglos 
																	habitaron en 
																	distintos 
																	puntos del 
																	planeta. La 
																	variedad más 
																	famosa de 
																	todas ellas, 
																	la 
																	anfisbena, 
																	fue vista en 
																	Europa: su 
																	figura 
																	desconcertante 
																	inspiró 
																	diversos 
																	relatos e 
																	interpretaciones.
																	
																	
																	En el 
																	continente 
																	que llamamos 
																	América, la 
																	serpiente 
																	bicéfala 
																	vivió 
																	amparada por 
																	climas 
																	semitropicales. 
																	El muy 
																	grande 
																	emperador 
																	Moctezuma 
																	tuvo en su 
																	zoológico 
																	personal un 
																	magnífico 
																	ejemplar de 
																	esta víbora. 
																	Solía 
																	impresionar 
																	a cortesanos 
																	y los 
																	visitantes, 
																	a quienes 
																	les 
																	mostraba, 
																	orgulloso, 
																	sus tesoros.
																	
																	
																	Una hermosa 
																	escultura de 
																	ese reptil 
																	es 
																	conservada 
																	en el 
																	British 
																	Museum. 
																	Permanece en 
																	la sala 
																	destinada a 
																	la cultura 
																	azteca y es 
																	considerada 
																	una de las 
																	obras 
																	maestras del 
																	célebre 
																	recinto. 
																	Según la 
																	ficha, la 
																	pieza, 
																	cubierta por 
																	pequeñas 
																	placas de 
																	turquesa, 
																	data de 1500 
																	luego de 
																	Cristo. Era 
																	parte del 
																	complejo y 
																	poco 
																	estudiado 
																	rito 
																	religioso 
																	destinado a 
																	Quetzalcóatl. 
																	Su origen, 
																	precisa el 
																	catálogo, es 
																	azteca/mixteca.
																	
																	
																	No hay más 
																	información, 
																	la obra 
																	prehispánica 
																	se defiende 
																	sólo con su 
																	notable 
																	belleza y 
																	aparece 
																	tanto en el 
																	inventario 
																	como en un 
																	disco 
																	compacto, en 
																	cuya portada 
																	luce 
																	espléndido 
																	el extraño 
																	reptante. 
																	Está 
																	prácticamente 
																	intacta: 
																	bien 
																	conservada; 
																	sus cuatro 
																	inquietos y 
																	luminosos 
																	ojos miran 
																	la 
																	eternidad.
																	
																	
																	En México 
																	algunos 
																	descendientes 
																	de aztecas y 
																	mixtecos 
																	saben, por 
																	tradición 
																	oral, como 
																	los 
																	investigadores 
																	a través de 
																	códices que 
																	pararon en 
																	el Vaticano 
																	y en los 
																	Archivos de 
																	Indias de 
																	Sevilla, que 
																	a pesar de 
																	sus largos y 
																	agudos 
																	colmillos, 
																	no era 
																	mortal, sino 
																	juguetona y 
																	dócil. Dicho 
																	en términos 
																	actuales, 
																	fue una 
																	especie de 
																	perrito 
																	faldero, que 
																	se dejaba 
																	acariciar. 
																	Su mayor 
																	placer 
																	consistía en 
																	que su dueño 
																	o aquél que 
																	la 
																	encontrara, 
																	le rozara 
																	suavemente 
																	ambas 
																	cabezas. La 
																	serpiente se 
																	revolcaba 
																	gozosa. Era, 
																	pues, 
																	inofensiva y 
																	no existe 
																	información 
																	científica, 
																	que explique 
																	su 
																	extinción.
																	
																	
																	Hay datos 
																	irresponsables 
																	que indican 
																	que el 
																	ofidio 
																	bicéfalo de 
																	pronto 
																	entraba en 
																	estado 
																	agresivo y 
																	su primera 
																	ocurrencia 
																	era 
																	devorarse a 
																	sí mismo. 
																	Entonces las 
																	cabezas 
																	entraban en 
																	un combate 
																	que concluía 
																	con su 
																	muerte. Los 
																	zoólogos 
																	prudentes 
																	han 
																	descartado 
																	tal 
																	hipótesis 
																	por 
																	descabellada, 
																	pues no 
																	considera lo 
																	primero que 
																	cualquier 
																	ser vivo 
																	utiliza: el 
																	instinto de 
																	conservación. 
																	Sabemos de 
																	ella 
																	básicamente 
																	por la 
																	escultura 
																	que hábiles 
																	manos de 
																	artistas le 
																	hicieron al 
																	ejemplar que 
																	estuvo en 
																	posesión de 
																	Moctezuma, 
																	el gran 
																	emperador 
																	azteca.