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2.Abr.11
     
 
           
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en el

EL CRUCERO DE TEOCALCO

 

Allí, en Teocalco,

a unos kilómetros sobre la carretera de Tula cruza el tren de sur a norte.

Es el cruce de la bestia.

Así la han bautizado los noticieros, los amarillos, los rojos y los camaleónicos.

Allí,

      sobre sus hombros,

                        vienen los migrantes de Centroamérica,

huyendo de la realidad de Honduras,

de los dolores de El Salvador

                                   y Guatemala.

Viajan desafiando a la muerte,

cruzando México.

Dice la prensa: “atraviesan nuestro país para alcanzar el sueño americano.”

 

Allí, en Teocalco

baja una docena de ellos,

a hacer un alto en este éxodo antibíblico –porque no hay ninguna tierra para ellos prometida--,

para pedir, en el crucero,

a los automovilistas que frenan obligadamente:

            “-una monedita, hermano.”

            “-una ayudita para seguir el camino.”

Los rostros de estos migrantes cargan la historia, el dolor y la esperanza.

Lucen cansados, inocentes y afanosos.

            “-hermano, una moneda por amor de Dios.”

No hay humillación en su ruego.

Sólo hay un afán y una espera dolorosa, de siglos.

Sus jóvenes arrugas en el rostro nos cuentan algo de su vida,

De los hijos que allá se quedaron,

                                               de los chavales,

                                               los patojos,

                                               los cipotillos

            dejados en su pueblo al cuidado de la madre, de la abuela, de la tía,

                                                           de la comadre piadosa,

                                   de la eterna Penélope que espera.

También vienen ELLAS, las migrantes. Allí, en Teocalco. Ellos y Ellas montados en la bestia.

 

Y por allí pasas tú; tienes que cruzar las vías, de ida a Tula, o de regreso. Y los miras.

Allí vienen los lugareños, con el oficio de la piedad aprendido.

Vienen, cada tanto, las buenas voluntades todavía existentes,

                                   los estudiantes solidarios,

                                   las mujeres hidalguenses con el corazón en la mano.

Allí vienen los cristianos, con humildad y temblor, a entregar la torta de huevo con frijoles

como si otorgaran el sagrado maná de cada día,

vienen las muchachas con las botellas de agua electropura,

como si la trajeran del Jordán, como si bajaran del Sinaí, o del Olimpo inaccesible,

o el agua simple, la que envía la diosa Chalchiutlicue desde el mismo cerro del Xicuco,

es la diosa de las aguas terrenales del eterno cerro manantial de los toltecas.

Allí otorgan también una manzana,

                        la del bien y del mal sobre el camino.

Allí los migrantes se aprovisionan; su mochila a la espalda es el arcón y el portaviandas.

Con una bendición y unas cuantas monedas en la bolsa del pantalón están listos para volver a trepar sobre la bestia.

Saben que harán otra escala –quizá la última— en San Luis o en Zacatecas,

transbordarán con algo de plata en el bolsillo

para buscar los autobuses a Nogales, Piedras  Negras, Ciudad Juárez, Matamoros o Matacristianos,

a cualquier punto

                        que se parezca a la entrada del sueño,

                                                           la entrada del cielo,

                                               o la entrada del infierno.

 

Allí están hoy, en Teocalco.

Calculan que van a la mitad del camino

entre el hambre profunda y el señuelo,

su lejana esperanza.

 

Están en México,

entre la frágil estrechez de Centroamérica y el derroche geopolítico de los gringos,

entre Managua (hasta aquí los nahuas) y el conquistado territorio Made in USA.

Saben que están lejos de Chiapas y la verde frontera con Guatemala.

Eludieron en el sur a los militares y paramilitares extorsionadores de indocumentados,

Saben que no muy lejos los asecharán otros ladrones, otros hijos de puta,

los traficantes de órganos, los violadores. Ellas, en especial lo saben. Ellas que pagan la cuota carnal a los policías, a los soldados y hasta a sus propios compañeros de viaje.

Allí está María Teresa, que se quedó varada veintisiete días en Teocalco, hasta que a su niña de dos años le bajaran las fiebres y la diarrea; hasta que juntara unos quinientos pesos, medicinas, papilla y leche para seguir el camino.

Van a la mitad. Todavía faltará hacerse invisible para cuando la bestia llegue al norte del país,

cuando haya que esconderse en San Fernando, en Tamaulipas; de los carteles, que los obligan a engancharse en el crimen a cambio de su vida.

Allí, en Teocalco.

Allí pasas tú en tu auto, después de hacer el freno obligado.

Allí otorgas los diez o los tres pesos que te sobran. Allí piensas –no les dices-- ¡Vuelvan a Centroamérica, hermanos! Allí piensas –no lo dices— Hay que hacer un campamento para indocumentados, un oasis de piedad en el camino.

O no haces nada. Ni piensas nada. Sólo pasas, como un auto más, como una máquina.

Allí, en Teocalco, allí es donde habitaron los dioses.

Teocalco, a unos cuantos kilómetros de Tula.

Teocalco, palabra náhuatl que significa: “téotl-dios”, “calli-casa”: “la casa de los dioses”.

Allí están las vías, allí pasa la bestia, allí están los migrantes; allí pasas tú.

Pero, ¿dónde están los dioses?

 

 
           
 
     

 

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