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Jorge Borja

 
     
     
     
     
     
     
     
     
     
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Sinopsis

 
 
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 
 

20.Dic.2021

De Jorge Arturo Borja

Por una literatura vermiforme*

 

 

 

Desde que Edgar Allan Poe estableció las bases del cuento moderno, este género literario —como todo género vivo— ha venido sufriendo diversas transformaciones, sin perder nunca su capacidad de revelar los rincones más oscuros del alma humana.

        En su famosa reseña sobre los cuentos de Nathaniel Hawthorne publicada en 1842, Allan Poe ya menciona dos características que definen al género: la búsqueda del efecto y el descubrimiento de la verdad.

Dice el genial escritor que en la construcción de un cuento siempre hay que considerar la generación de un efecto, de una impresión única en el lector, y que “No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido”.

Así mismo, también aclara que el objetivo del cuento es la verdad. Con esta afirmación no se refiere precisamente a la resolución de un enigma como ocurre en la literatura policiaca, sino a la revelación de la verdad que se encuentra encubierta por las convenciones sociales, por las mentiras piadosas y los intereses ocultos. Cuando menos así ocurre en los cuentos más memorables.

Ricardo Piglia apunta en su “Tesis sobre el cuento”, que los mejores textos siempre narran dos historias, la evidente que va desarrollando la anécdota y la subterránea que va creciendo a la par para intersectarse con la primera en el momento del clímax. Es en este punto cuando se precipita el desenlace —si es que lo hay como en los cuentos tradicionales—, pero también donde se revela por un instante lo que existe por debajo de la aparente realidad.

Un cuentista cumple con las más altas exigencias del género, no solamente por la profundidad de su tema, la asertividad en la selección de sus técnicas narrativas o la propiedad de su lenguaje, sino por la concentración, el estado de trance del autor, el «état second» que refieren los franceses, en el que una intuición creadora o un atisbo de la conciencia los lleva a penetrar en la capa más profunda de la realidad.

Muchas veces se ha repetido que el cuento para un escritor sirve de ensayo para abordar obras de mayor aliento, como la novela, el relato o la crónica, cuando realmente este género requiere de la concisión y la precisión que difícilmente se encuentra en otros géneros.

La labor del cuentista es como la de un minero que va excavando en la piedra hasta abrir una grieta por donde encuentra la veta del más valioso mineral; es como si tomara la punta de un hilo para ir desmadejando la apariencia que forman las convenciones hasta llegar a la verdad desnuda; es como encender una mecha corta que presagia una explosión.

Cada año se publican volúmenes de cuentos de autores galardonados en concursos que se pretenden innovadores y se presentan como escaparates de las nuevas generaciones. Sin embargo, el lector encuentra textos con poca fuerza, carentes de efecto y que nunca pretenden llegar a esa verdad literaria que caracteriza al género.

En ocasiones se trata más bien de relatos, por su ritmo y su falta de concisión, que de cuentos; y en otras más bien son ejemplos de artificio, con un lenguaje preciosista, pero carentes de fuerza. En estos libros una generación ha expresado su desencanto de la manera más anticlimática.

Decía el Maestro Edmundo Valadés que un cuento es un texto que se lee de una sentada y se recuerda toda la vida. En su ensayo “Ronda por el cuento brevísimo”, afirma que “La tensión, las pulsaciones internas, el ritmo y lo desconocido se albergan en su vientre para asaltar al lector y espolearle su imaginación. Narrado en un lenguaje coloquial o poético siempre tiene un final de puñalada. Es como pisarle la cola a un alacrán para conocer su exacta dimensión…”.

En las antologías de las últimas generaciones de cuentistas mexicanos, nacidos en los 80 y los 90 del siglo pasado, se puede corroborar que en el cultivo de este género predomina la falta de técnica y de fuerza, que los cuentos apenas conmueven y al llegar a un final de bostezo el lector apenas recuerda el comienzo.

Afortunadamente existen excepciones que se encuentran lejos del main stream de la academia, los premios y la mercadotecnia. Gusano, de Enrique I Castillo, es una de ellas. Emparentado con el realismo crudo que con tan incisivos resultados cultivó el Maestro Eusebio Ruvalcaba, de felice memoria, Enrique I. Castillo recurre en este volumen de cuentos al uso de diversas estrategias narrativas. No se conforma con encontrar la fórmula que le asegure el conflicto y la tensión, sino que va ensayando diversas maneras de abordar sus temas.

En algunos de los textos va descolocando a sus personajes de la realidad circundante para perseguir el hilito de sangre que deja su angustia, para encontrar el punto de quiebre de “la normalidad”, la grieta donde se puede palpar una dimensión casi fantástica.

Gusano no es un libro que exalte los colores de la existencia, ni tampoco uno que se sumerja en la apatía, el vacío y la nada de otros libros de sus compañeros de generación. Sus textos están escritos en ese estado de trance que provoca revulsiones al escritor.

No se puede decir que se trate de cuentos bonitos, complacientes o gratificantes porque su impacto va en función del malestar que provoca una invitación a asomarse en los abismos interiores. Su enseñanza se basa en la precariedad de la vida, en la constatación del gusto de la raza humana por el sabor de lo putrefacto.

Textos como “Los días con Marcela”, “Gusano” o “Si quiere confesarse” mantienen la tensión del conflicto hasta terminarlo con un remate contundente, ese nocaut que pedía Julio Cortázar para este género. Otros ejemplos como “Un sonido duro y seco” y “Apariencia de eternidad”, también logran ese descolocamiento desde donde se pueden apreciar las verdades oscuras de la vida.

Es de celebrar la aparición de un nuevo cuentista que retomando la esencia del género, le añada la fuerza que requiere su derrotero. Saludamos en Enrique I. Castillo a un autor que cava túneles en las apariencias para mostrarnos la luz. Como él, estamos por una literatura vermiforme, por un cuento que horade la carne y penetre el músculo y el hueso, hasta encontrar el corazón.

 

Ciudad de México, 2020, año de la pandemia.

Jorge Arturo Borja.

 

 
 

 

 
     
     
 
     
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
   

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