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						28.Feb.19    
						Hans Paul Manhey    
						
						Adagio de Albinoni   
						
						Candiles 
						taciturno
						
						abrigan 
						el antiguo salón.
						
						Tenue 
						ropaje de luz crepuscular
						
						anticipa 
						el asombro.
						
						La 
						madera olorosa, revestida de raso
						
						acoge a 
						los maestros del ensamble de cuerdas.
						
						 
						
						Todos de 
						edad mediana, los virtuosos artistas
						
						preparan 
						con deleite una función de gala.
						
						Seis 
						primeros violines, tres segundos, dos violas
						
						dos 
						chelos y un solemne, discreto, contrabajo.
						
						 
						
						No era 
						cualquier ensayo.  
						
						Rigurosa 
						etiqueta,
						
						acorde 
						al señorial entorno de aquel foro.
						
						El 
						director del grupo, eximio violinista,
						
						se 
						inclinó muy solemne ante su escaso público.
						
						Con un 
						gesto imperioso alertó a los intérpretes
						
						e inundó 
						los rincones con un compás severo.
						
						 
						
						Lentos 
						pasos, profundos, 
						
						van 
						abriendo el camino.
						
						
						Envolventes arpegios 
						
						Anuncian 
						el desborde;
						
						las 
						cuerdas armoniosas, musitan su plegaria.
						
						Voces 
						del chelo se alzan, 
						
						invitan 
						al cortejo
						
						que 
						marcan graves bajos
						
						con su 
						andar cadencioso.
						
						 
						
						Los 
						primeros violines elevan sus acordes 
						
						con 
						amable cadencia, 
						
						en 
						rondas trepidantes.
						
						Las 
						cuerdas de los chelos responden con mesura,
						
						en un 
						diálogo prístino que incita a seguir viaje.
						
						 
						
						
						Exultantes, las violas enuncian la tonada
						
						
						del plácido trayecto. 
						
						
						Invitan tejer filigranas airosas. 
						
						
						Los chelos sobreponen
						
						
						sus solemnes cadencias con fervoroso acento.
						
						
						 
						
						La voz 
						de lo profundo mantiene sus compases;
						
						mientras 
						las cuerdas graves invocan lontananzas.
						
						Sin 
						prisa, sin desbordes, 
						
						se van 
						uniendo voces
						
						de 
						acentos cristalinos y ágiles vaivenes.  
						
						
						 
						
						
						Entremezcladas notas evocan un paisaje
						
						
						bucólico, apacible, 
						
						de 
						ondulantes praderas
						
						mecidas 
						por la brisa.  
						
						Un 
						bosque de oyameles, 
						
						varios 
						trémulos sauces, 
						
						sucesión 
						de abedules.
						
						 
						
						Sube y 
						baja el camino en las voces del chelo.
						
						Las 
						cuerdas serpentean. 
						
						La 
						sinuosa ribera
						
						de un 
						travieso riachuelo se envuelve en los arpegios
						
						de 
						violas rumorosas. El bajo aviva el paso.
						
						 
						
						El agua 
						danzarina brinca sobre las piedras
						
						que 
						brillan quedamente al caer de la tarde.
						
						Al caer 
						de la tarde,
						
						un chelo 
						pide calma y su canto severo
						
						se 
						adentra en la penumbra, 
						
						 
						
						El ocaso 
						se asoma en tonos descendentes.
						
						
						Crepúsculo sereno de violáceos fulgores,
						
						se 
						aposenta piadoso al final del camino.
						
						Notas 
						graves señalan las secuencias postreras.
						
						 
						
						El 
						director eleva la rúbrica solemne
						
						El 
						silencio en los arcos da paso a la emoción.
						
						Los 
						músicos se inclinan. 
						
						Los 
						cuatro espectadores
						
						tardamos 
						en brindar el conmovido aplauso.
						
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