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25.Jun.22

 
   

 

 

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El mensajero de Dios

1a Parte

 

 

Era un día normal en la oficina, miércoles si mal no recuerdo, cuando sonó el teléfono aproximadamente a las 11 de la mañana. Sara, una de las secretarias, contestó.

            —Ediciones Bizantinas, buenos días, ¿en qué podemos servirle?

            —Buenos días, señorita. Quisiera hablar con el editor Eduardo Hidalgo.

            —¿Quién lo busca?

            —Dígale por favor que lo busca el mensajero de Dios.

            Sara no supo si se trataba de una broma o era en serio, pero por si las dudas, decidió preguntarme si me pasaba la llamada o no. ¿El mensajero de Dios?, pensé. Esta llamada podría ser interesante, volví a pensar, y concluí que debía tomarla.

            —Buenos días, ¿en qué le puedo servir?

            —Muy buenos días tenga usted. ¿Estoy hablando con el editor Eduardo Hidalgo?

            —A sus órdenes. ¿Con quién tengo el gusto?

            —Mi nombre importa poco, señor. Pero por respeto y porque usted me lo solicita, se lo diré. Me llamo Samuel Islas y soy el mensajero de Dios.

            —¿El mensajero de Dios? —pregunté a manera de solicitarle una explicación.

            —Así es, señor.

            —Y ¿qué puedo hacer por usted, señor mensajero?

            —Mire, decidí contactarlo porque sé que su editorial es una de las más importantes del país y porque tiene presencia a nivel nacional.

            —Ok.

            —Soy un ser humano especial, extraordinario en el sentido literal de la palabra. Y no es que me adorne, pero esto que le acabo de decir es absolutamente indispensable para continuar con nuestra conversación.

            —Prosiga, por favor.

            —Siempre he sido un hombre muy creyente y muy devoto de nuestro Señor Jesucristo.

            —De acuerdo.

            —Y Dios Nuestro Señor me ha escogido para revelar, por llamarle de alguna manera, un segundo testamento a la raza humana.

            —¿Qué quiere decir específicamente, señor Islas?

            —Quiero decir que Dios me ha contactado telepáticamente todas las noches de este último año.

            —¿Cómo lo ha contactado?

            —A través de visiones.

            —¿Visiones?

            —Sí, visiones. Verá usted, señor Hidalgo, Dios Nuestro Señor me ha escogido a mí para transmitir un mensaje a la humanidad.

            A esta altura de la conversación, mi paciencia se estaba agotando. Evidentemente, hasta ese momento, no había creído ni una sola palabra del señor Islas. Sin embargo, para ejercitar mi autocontrol y, principalmente, para ver hasta dónde llegaba el mensajero de Dios, decidí seguirle la corriente hasta las últimas consecuencias.

            —Y ¿cuál es ese mensaje, señor Islas?

            —Verá usted, señor Hidalgo, ese mensaje es muy complicado como para explicárselo en una simple llamada telefónica. Como usted sabrá, los caminos del Señor son misteriosos, pero le tengo una excelente noticia.

            —¿De qué se trata?

            —Como le comenté hace algunos segundos, Dios me ha contactado todas las noches del último año a través de visiones y me ha dictado innumerables páginas que, a la postre, constituirán un nuevo mensaje a la humanidad del siglo XXI, su segundo testamento.

            —Y ¿cómo ocurren esas visiones exactamente, señor Islas?

            —Pues mire, todos los días, como a eso de las 10 de la noche, escucho la voz de Dios en mi mente. Pero no sólo lo escucho, sino que lo veo también, y me dice: «Samuel, es hora de comenzar con el dictado».

            —Entonces Dios le habla en español.

            —¡Por supuesto, señor Hidalgo! Dios es todopoderoso y creó todas las lenguas y luego nos las enseñó a nosotros los humanos. No es de extrañar que se dirija a mí en mi lengua materna.

            —Tiene usted toda la razón, señor Islas. Y ¿qué sucede después?, ¿Dios le dicta y usted escribe?

            —Así es. Primero lo veo en mi mente y después me dicta.

            —Y ¿cómo es Dios, señor Islas?

            —Oh, señor Hidalgo, el aspecto de Dios es lo más hermoso que yo haya visto en mi vida. No se compara ni con el más bello amanecer; ni con la majestuosidad de la creación vista desde el espacio; ni con la luna llena en plenilunio.

            ¿Luna llena en plenilunio?, pensé. Eso es un pleonasmo, volví a pensar, pero no corregí al mensajero de Dios y, francamente encantado por el rumbo que podría tomar nuestra conversación, decidí continuar escuchándolo.

            —Ya veo, señor Islas, pero aún no me ha dicho cómo es Dios.

            —Dios no tiene aspecto humano, señor Hidalgo. Es, más bien, una figura geométrica, un círculo, un sol que brilla y del que manan energía y amor infinitos.

            —Nunca imaginé que Dios tuviera ese aspecto para serle sincero.

            —Ni yo tampoco, señor Hidalgo, pero así es Dios.

            —Señor Islas, no pretendo ofenderlo con mi siguiente pregunta pero, si nunca había visto a Dios, ¿cómo sabe que esa visión que usted ha tenido todas las noches de este último año, según lo que me ha contado, es Dios?

            —Oh, señor Hidalgo, no se preocupe, no me ofende en absoluto. Yo también tendría esa duda si alguien me confesara lo que ahora le cuento, pero créame: cuando uno ve esa imagen, uno sabe que es Dios, uno lo siente y no hay lugar para las dudas. Además, como le he contado, no solamente lo veo, sino que también lo escucho cuando me habla.

            —Y ¿cómo es su voz?

            —Su voz es hermosa, es como música clásica. ¿Le gusta la música clásica, señor Hidalgo?

            —Me encanta la música clásica, especialmente el periodo clásico y el periodo romántico.

            —Entonces sabe de lo que hablo. Su voz es simplemente más hermosa que la más hermosa de todas las sinfonías. Su voz es tersa y aterciopelada como una alfombra voladora, pero a la vez profunda y fuerte como como un volcán en desasosiego.

            ¿Tersa y aterciopelada como una alfombra voladora?, ¿profunda y fuerte como un volcán en desasosiego?, ¿qué clase de metáforas son esas?, pensé.

            —Ya lo creo, señor Islas —dije para continuar nuestra conversación.

            —Pero lo importante no es su aspecto ni su voz, señor Hidalgo, sino el mensaje que me ha dictado, sus palabras para la humanidad del siglo XXI. Dios me ha hablado y yo me he limitado a escribir.

            —Muy bien.

 

 

 

 

 

 
             

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