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21 de enero, 2008.

 
 
  Diulio Luraschi

 

 

 

 

 

 

 

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Estación Pereira

 

 

 

Había conseguido un empleo.

         El trabajo era monótono, el sueldo bajo, pero por fin había conseguido un empleo.

         El jefe, con gesto de inminente bostezo, me observaba de arriba a abajo.

         –¿Tiene fobia a los insectos? ¿Le molestan los grillos?

         –No –respondí.

         Siempre detrás de una posición de poder me hizo un par de preguntas acerca de mi legajo y mis aspiraciones.

         La entrevista fue breve. Por un momento pensé que una vez más me rechazarían, pero en medio de la conversación se levantó de su silla y me dijo:

         –El empleo es suyo.

         Recogí todo lo necesario de un bargueño alargado de cármica verde (la oficina era la primera habitación de una casa de familia) y saludé efusivamente a todos mientras salía.

         La camioneta me llevó hasta la ruta 32 y el cruce de vías, luego tomó un camino vecinal, luego otro, y por una senda tortuosa y empinada llegamos a la estación Pereira.

         Era un día de calor; recuerdo la fecha: 3 de enero.

         La camioneta me dejó levantando una gran nube de polvo y prometieron recogerme a las cinco y media.

         Me invadía una gran alegría y una cuota de poderosa ansiedad, que hacía balancear compulsivamente mis piernas.

         En la estación me recibió el encargado. Tenía la cara reseca y agrietada, y una expresión de enojo permanente.

         –¿Usted es el nuevo empleado?

         Afirmé con la cabeza.

         Me señaló hacia un lado del camino y me dijo:

         –Ahí tiene su silla, la máquina de escribir y la mesa de tijera. Aquí generalmente hace mucho calor, si quiere higienizarse puede usar el baño que hay detrás de los surtidores.

         Llevé todas las cosas hasta la mesita y dispuse los papeles y los demás elementos.

         Antes de irse, el hombre con gesto de enojo me dijo:

         –Aquí llueve poco, pero si lo sorprende un chaparrón puede ocultarse bajo la garita.

         Las horas que transcurrieron hasta las cinco fueron interminables.

         Pasé la mañana escribiendo y mirando el reloj; era como si estuviese inmóvil: cuanto más lo observaba más lento recorría su vuelta completa, y más lejos parecía la hora del almuerzo que, evidentemente, partiría en dos el día y me gratificaría algo en medio de ese tedio que me tenía abrumado.

         A las doce y doce minutos apareció el encargado. Traía en sus manos un plato cubierto con un lienzo de cocina y una jarra con agua. Me dejó todo a un lado y se fue en silencio.

         Descubrí el plato y vi dos huevos fritos con arroz, un pan y un tenedor con mango de madera. El agua estaba fresca, pero me resultó poca.

         Luego de almorzar llevé todo hasta la estación y lavé en una pileta de latón los trastos sucios. Regresé a mi silla y me senté, echándome en ella.

         La tarde fue aún más tediosa y larga que la mañana.

         Una bandada de cuervos planeaba, lentamente, sobre las rocas y sobre los árboles, con sus alas completamente extendidas, rozándose, apenas, en sus giros. Observaba una y otra vez el reloj y seguía escribiendo.

         A veces, una gota de sudor zigzagueaba por toda mi cara y caía estrepitosamente sobre el papel, formando un laguito pequeño que se enturbiaba con la tinta de las letras, firmes y cuadradas; entonces me enjugaba la cara con un pañuelo enorme de hilo blanco y pasaba el pulgar por la hoja tratando de no extender demasiado la mancha.

         El silencio era absoluto. El rítmico picoteo de mi vieja Remigton lo quebraba, de repente, convirtiéndose pronto en el único sonido en la inmensidad del llano.

         A las cinco finalicé mi trabajo. Me cercioré una y otra vez que fueran las cinco y no las cuatro, y comencé a ordenar todas mis cosas lo suficientemente despacio para que me llevara lo que quedaba del horario.

         Una vez que terminé me paré junto a la puerta de la estación y quedé observando el camino. Se acercó el encargado y me ofreció un cigarrillo.

         Estuvimos así, en silencio, un buen rato.

         La camioneta no venía y yo comenzaba a impacientarme. Seguramente le pediría a mi jefe que me pagara tiempo extra. Al otro día de mañana  hablaría con él y se lo reclamaría.

         –Si tuviese un mapa regresaría caminando –dije.

         –Lo más probable es que se pierda con mapa y todo.

         –Lo sé.

         –¿Lo sabe?

         A veces me parecía que detrás de una nube de polvo aparecería la camioneta, pero al acercarse era sólo un caballo o un perro corriendo perdices por el campo.

         Siempre que veía algo moverse, a lo lejos, me decía: “Ya vienen”, y otra vez: “Ya vienen”.

         El sol me había recalentado la mollera; quise ir hasta los baños a darme un buen baldazo de agua fría, pero no me aparté del camino esperando ver la camioneta. La  vería desde lejos y saltaría de emoción. En el camino no diría palabra. Ellos verían que estaba muy molesto. Si preguntaban me haría el tonto y no se lo diría. Deberían darse cuenta de que estaba furioso sólo por mi silencio.

         Ya habían pasado dos horas y no había una señal en el camino.

         El encargado me palmeó la espalda y dijo:

         –Tal  vez vengan mañana.

         Me vino entonces un gran desasosiego y quise llorar, pero me contuve.

         –Puede dormir en la parte posterior. Hay una cama con sábanas limpias. ¿Le molestan los grillos? Gritan toda la noche. Puedo ofrecerle comida, jabón y alguna camisa; se lo descontaría de su futuro sueldo.

         –¿Hace mucho que vive aquí?

         –Diez años. Mucho tiempo. Pero todo pasa más rápido cuando se tiene compañía. Usted parece un muchacho pacífico y sociable. El empleado anterior no soportaba nada.

         Sacó otro cigarrillo y lo encendió con un par de chasquidos. Aspiró una gran bocanada y quedó nuevamente en silencio.

         El cielo comenzaba a opacarse y una suave brisa golpeaba mi cara y mis brazos. Yo seguía parado en el mismo lugar. Todavía observaba el camino e intentaba ver, inútilmente, algo. “Ya vienen”, me decía, “ya vienen”.

         El encargado se acercó y me palmeó nuevamente. Lo tomé como una exhortación a que fuera con él hasta la oficina; que me dejara de esperar como un tonto.

         –¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado? –pregunté.

         El hombre con gesto de enojo no dijo palabra. Levantó las colillas del suelo, colocándolas en una cajita de fósforos vacía.

         –¿Cuánto tardaron en recoger al otro empleado?

         El hombre se volvió y comenzó a caminar lentamente hacia la estación. Llegó a la puerta y encendió las luces de la entrada y la garita. Aseguró los postigos. Guardó el cartel y las latas de aceite.

         Una vez dentro me hizo señas para que pasara.

 

 

 

Cuento de El huésped (Ediciones Aymara, Montevideo, 1999).

 
 
 
   
 

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