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Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

 

México, D.F.

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     
 

27.Ene.16

 

 

 
ANDREA MONTIEL: POR LA POESÍA SE LLEGA AL ARCO IRIS

 

Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

Rosa Rimoch fue una soprano que contribuyó a darle a México el lugar de honor que tiene en materia de ópera. Discípula de Fanny Anitúa, su talento hizo vibrar escenarios al ritmo de Aída, Madame Butterfly, Turandot y otras, compartiendo escenario con la Callas, Plácido Domingo, Giuseppe Di Stefano, y los más reconocidos directores del entorno musical del momento, y hubiera pasado a la historia sólo por esto, de no ser porque aparte de emplear así su talento, tuvo además la suerte de ser madre de una querida poeta mexicana: Andrea Montiel.

Autora de poemarios como: Temporal sin tiempo (UAM, 1985), Monólogo Coral (UNAM, 1985), De callar este amor me duele el cuerpo (Caballo Verde, 1989), La casa errante (Ágata, 1993), Abrazos de mar incansable (Praxis, 1995), Vapor de mármol (Nautilium, 1995), En favor de la locura (Aldus, 2002), Silencio impostor (Ecrit des Forges, 2006), y La maison en errance, (Ecrit des Forges, Trois-Riviéres, 1999), Andrea es una de esas poetas que han visto frente a frente a la muerte y sin echarse atrás, la han encarado con sólo un instrumento capaz de darle batalla: la poesía.

Es así como enmarcó la desaparición de los seres que la han vertebrado con su ejemplo, su mamá (Rosita Rimoch), su papá y su abuela materna, en sendos libros de poesía, concibiendo para ellos una presentación homenaje en la forma de Kaddish, plegaria judía que a partir de la Edad Media tomó relevancia para evocar la memoria de los muertos, siendo ésta, la modalidad del luto, su acepción más conocida. En la presentación de los tres libros que nos ocupan, el día 5 de julio de 2015 en el Instituto Cultural México-Israel, lo llamó Andrea: Kaddish en tres tiempos. El tiempo de la abuela, plasmado en el poemario: Para recordar, la lluvia, el del padre, fijado en el opúsculo intitulado: En el solsticio de verano, durante las lluvias vesperales, y el de su madre, en Desde el olvido.

Tal vez en la aproximación poética de Andrea, al reconocer la partida de sus seres queridos, consciente o inconscientemente imita el movimiento hacia atrás, a los lados y hacia delante con el que se acompaña la recitación de los momentos cumbres de la plegaria en buena parte de la tradición. Así, a la abuela, que viene atrás en el tiempo, quien saliera de Turquía para llegar a Cuba, de ahí a México, después a Barcelona y luego otra vez México, se le rinde homenaje a través de su lengua, el ladino o judeoespañol, a la que un antiguo poema anónimo calificara como la más linda de todo lenguaje, la cual, curiosamente fue conservada por los sefardíes expulsados de España en 1492. Una lengua que da sorpresas, por eso mismo vive todavía, pues de pronto arroja vocablos árabes, evocando la dominación árabe de tantos siglos, y de pronto en su castellano arcaico, vemos aflorar milenios en la pureza de algún término hebreo. Lengua que merece homenaje y además era hablada por la abuela Eugenia, quien representa el símbolo de toda una generación de migrantes al nuevo continente, y Andrea, que lo sabe, que tuvo la gloria de haberla tratado, utiliza la lluvia, la lluvia en la ventana para recordarla, tal es la razón del título: Para recordar, la lluvia, como quien ha seguido conversando con ella, y todo lo que representa esa lengua, a través de la lluvia en la ventana… y la riqueza de los ancestrales romances de la poesía popular sefaradí. Como se sabe, las Cantigas populares ligadas al Renacimiento, combinaron variedad de registros rítmicos y temas relativos a la vida diaria, por eso quedaron como impronta de la más pura humanidad en el devenir de los tiempos. Valiéndose del estribillo, Andrea nos hace vibrar con “Eugenia, la bien nacida”. Declaró Eduardo Césarman, en palabras previas al libro, que el poema es una conmovedora expresión de amor a todas las mujeres que fueron y que son como esa abuela. “En este canto a la vida, Andrea no está sola. Alrededor de ella se escucha un coro de hace muchos siglos de judíos desterrados y de judíos conversos que se quedaron en España… Andrea logra que estos personajes de otros siglos no se pierdan en el polvo del tiempo y estén presentes aquí, con nosotros, con toda la tradición de un pueblo”. Ajuareado con viñetas de la Heritage Collection, en el opúsculo preparado por Ediciones 34, este poema obtuvo en 1987 el Primer Lugar del Certamen Literario sobre costumbres y tradiciones judías de origen sefaradí, Premio Victor Babani. Y entraña para nosotros todo el valor de la mirada atrás, del movimiento retrospectivo del Kaddish, concretado en la bien nacida que en una tarde soleada/ la llevaron a enterrar.

El siguiente movimiento en la extendida tradición del llamado Kaddish Arco, es a los lados. Andrea lo ejecuta metafóricamente, al mirar a su mamá y su papá, con la reverencia hacia delante:

Padre,
con tu muerte a mí te siento más cerca,
porque ahora
estás
en todas partes.

En el llamado Kaddish del luto, se despide a una autoridad querida, venerada con un movimiento hacia delante, que anima el momento cumbre del ritual funeral que culmina con la fórmula Oseh Shalom, o súplica por la paz.

La memoria, el recuerdo, cuando se ejercen en plenitud y madurez, conducen, más que al dolor, a la paz. Pero es una paz distinta a la que se llega tan solo archivando el pasado. El recuerdo se desplaza a velocidades estratosféricas en un segmento de tiempo brevísimo. Los poemas de Andrea Montiel alcanzan este nivel. Es el recuerdo distinto del mero archivo de las cosas, es el que “ve en el tocar, y vuelve visible aquello que toca”, como quería Foucault. Introduzco aquí algo para reflexionar: cuando Josías en 2 Reyes 23, profana el altar de Jeroboán, idólatra, lo hace para archivar su recuerdo, el del idólatra que confundió a Israel, pero ha habido un hallazgo previo, que salva de ser un mero archivo a ese recuerdo. El del viejo libro perdido, descubierto en el templo, que encerraba un reclamo de Dios. Cuántas ilusiones, cuántas fantasías hay que matar para llegar, por el recuerdo, a la paz de Dios. Porque esas fantasías, antaño idolatradas, amadas por los seres humanos, habían matado el deber ser. La actitud del rey Josías responde así a una metáfora de la condición humana: “Matamos lo que amamos, lo demás no ha estado vivo nunca” (lo dijo así de algún modo nuestra admirada Rosario Castellanos). Entonces quema sobre el altar, huesos humanos de sepulcros que había en la montaña. Por puros que seamos, o nos creamos, por soberbia se pierde el ser humano. Cuánta audacia o soberbia se necesita acumular para seguir viviendo y a querer o no, eso profana el altar. Bastan pequeños detalles, inseparables de sufrir o amar. Hasta la propia Andrea lo reconoce en: “quise caminar con pasos singulares”, somos audaces, y forajidos, los humanos. De vuelta al rey Josías, lo que él no sabe en ese momento de su existir es que esta actitud suya había sido anunciada por un hombre de Dios. Luego, mientras está profanando, el rey ve por ahí una tumba muy hermosa, y al preguntar sobre ella, los habitantes de la ciudad le comentan que aquella era precisamente la tumba del hombre de Dios que había predicho lo que él acababa de hacer. Este ancestral pudor de ser sorprendido, alcanzado quizá por el destino o lo inevitable, es acaso el que le hace decir: “Déjenlo en paz. Que nadie toque sus huesos”. ¿No será éste el origen de la fórmula: Descanse en Paz?, que dirigimos a los muertos, ¿o represente al menos un interesante cruce semántico con ella? Retomemos el poder de la metáfora: el hombre en fuga, el que a querer o no ha profanado los restos de quien ha profanado el arcano, es sorprendido por los despojos de alguien que predijo su fuga, y en ello hemos de ver uno de los pilares más graves de la condición humana. Lo que un Kaddish abarcaría en su rezo, podría ser la piedad que no es ni tú ni yo, sino de todos, la piedad por todos ante Yavé, es como la piedad que queda en el aire, en torno a la citada profecía del hombre de Dios lanzada en tiempos de Jeroboán.

Ante el dolor aún fresco por la muerte del padre, -el eximio pianista, compositor y Director de Orquesta Armando Montiel Olvera (1916-1989)- su hija, nuestra Andrea, se detiene por un momento, huye del presente y va hacia el recuerdo, castigando una doble profanación: la del olvido, y la que hacemos todos los humanos por abandono al simple hecho de vivir, por dejar el mundo; la fuga de este mundo, mueve a la inconsolable Andrea a preguntar a su padre: “¿Cómo ha podido ser eso de que se va la vida?/ ¿Cómo?”

Ahí capta la fuga. Somos la fuga misma, indomable. Lo rebelde es la fuga, lo ingobernable. Si a la abuela la evoca y todavía la recuerda a través de la lluvia, al padre le reprocha, le dice: “Te reclamo:/ ¿Por qué te vas en esta forma?/ llevándote todo el silencio entre tus manos”. ¡Es el padre, el padre en fuga! Le llamaban escándalo, era un gran pianista y de cariño le decían “Armando escándalos”.

“No te vayas aún padre no te vayas/ hay mucho que conversar”. Ella trata de poner de su parte: “Aunque las palabras no arriben a tu boca/ escucharé tu mirada”. Pero él le va restando sus ojos verdes, en tanto ella imagina que un globo de cuando era pequeña se le va de la mano, “Tus ojos padre,/ tus ojos no me los restes”. El diálogo entre el que fugó y la que quedó, habría querido proseguir al infinito: “Ahora dime padre: ¿Qué he sido para ti en tus caminos?” Y la pregunta misma, audaz en su principio, forajida, modifica su curso y se vuelve hacia dentro, hacia el aroma, al inquirir en dónde está su olor: “¿acaso se unió al aroma que despide el nardo?/ ¿serás el viento tibio que a veces me acaricia/ o este miedo que siento cuando el cuerpo/ no me pertenece?”

A la respuesta urgen siempre los vivos: “¡Respóndeme tú que ya lo sabes!”

Pero vivir equivale a profanar: “Padre, ¿dónde estabas cuando por primera vez mi corazón sintió el amor de un hombre?/ ¿Dónde cuando entregué mi cuerpo a los placeres?”

Vivir es atreverse, es profanar. Morir, es escaparse, es fugar. Nadie puede escapar a esta verdad, excepto con la paz. La paz de Dios, la paz del Kaddish, el Oseh Shalom. Porque también está escrito: “Te comunicaré lo que está escrito en el Libro de la Verdad… el momento fijado de antemano está aún por llegar (Dn., 10-11). Cuando Montiel está ante el cadáver del padre, en el poema que hace su estribillo formal con “Mi padre ha muerto”, ella manifiesta un deseo acaso parecido en algo al de Josías, lamentar el modo en que el tiempo vivido lo profanó a él, darle un lugar a su cuerpo, el cuerpo de su padre, hacia el eterno descanso y retirarlo del festín de los vivos: “¡Que se lleven su cuerpo!/ En mí quedaron las caricias de sus manos/ la mirada aceitunada de sus ojos/ y su desfallecido aliento./ A mí me pertenece su camino andado./ A mí sus gustos y sus mañas./ También sus deseos incumplidos”…. “¡Que se lleven su cuerpo!/ esa casa imperfecta que lo traicionó/ y no supo guardar su alma delicada./ ¡Que se lleven su cuerpo!”

¿Y si lo principal fuera piedad, aun antes de la Paz? Si el ser humano no estuviera tan lejos, tan fugado de la verdad, como para salvarse por piedad, ¿quién tiene piedad de quién, o debería tener piedad? ¿El que se fue al que no se ha ido, como el hombre de Dios que ya descansa, en su no estar la puede aún tener hacia Josías el rey, o el que aún no se ha ido, el rey, para el que se fue?

En ese pasarnos la estafeta unos a otros, hay algo de esto: nos dan a luz para advertirnos algo, que les pasó a ellos, la conciencia de que se irán, pero que ya no pueden volver atrás para cambiarlo, porque en ese momento ya se van. Nos dan a luz para advertirnos algo, para profetizar que profanaremos algo, pero cuando nos damos cuenta de la profundidad del vaticinio, el que lo profirió está muerto, y todo lo que podemos hacer es rezar con la energía del Kaddish, casi como decir: “déjenlo en paz. Que nadie toque sus huesos”, que también es decir: “En Paz descanse”. Estamos unidos por el color, algunas décadas mientras vivimos lo estamos así, de la nochebuena hay una flor que con el tiempo se hace amarilla, e impregnando el poemario que sigue, el de su madre, de un frío matiz de invierno, del que más adelante lo salvará: “Amarillo/ me gustaría que fueras/ el color de la esperanza”, arriesga la poeta. Entre tanto estamos unidos por el nombre, y ese nombre es el mismo pero con dos palabras a las que separa la más grande distancia concebible, y unidas en la piedad de la metáfora: olvido y perdón. Por ello antes reza: “Una extraña bruma de ti me separa”. Pero ahora resuelve: “Nosotros perdonaremos en tu nombre./ En tu nombre perdonaremos todo”, solamente así nos puede librar de todo mal, y librar también a mi corazón, si acaso olvida… Dice Miguel Hernández que el olvido sólo se llevó la mitad. Andrea vivió el drama del olvido que asfixió la lucidez de su madre: a la querida cantante Rosa Rimoch la consumió una extraña enfermedad asimilable a Alzheimer o demencia senil. He aquí un verso aplicable a lo sucedido: “La tarde entristeció como de muerte repentina”. Rosa vivió el dolor del olvido, no su decadencia, y ahora corresponde a su hija ensayar el olvido como forma de quitarse una a una las máscaras del reconocimiento, y sólo así, salvar lo perdido. Esta es la función del arco iris que alguna vez vio dentro de sus ojos, en su mamá. El arco iris en aquellos ojos, que le permite recobrar la luz.

Esto mismo sucede con el lenguaje. La metáfora anuncia un nuevo mundo, pero al parirlo, ha muerto. “Toda palabra es una metáfora muerta” (Lugones) Al poeta concierne tomar a la muerte por los hombros y descifrarla. Mirar, a través de ella, el arco iris. Su postura es la de Miguel Hernández: “¡A la muerte, de cara!” Hay ante la muerte de sus padres, con nuestra Andrea, un sentirse pequeño propio de Doctora de la Iglesia. Hay un desconocerse y asumirse en llanto. “El llanto fluye porque me abandonas/ en un espacio inmenso que desconozco./ Estoy pequeña”. Se cumple así el hechizo fijado por la eximia Delmira Agustini, tan oportunamente citado como epígrafe por la escritora Clara Meierovich, el día de la presentación: “No hay lágrimas que laven los besos de la muerte”.

Un elemento aprovechado por Andrea fue la diferencia en sí de religión entre su padre y su madre. El primero anclado al catolicismo, y la segunda, al judaísmo. Eso le permite ampliar su diapasón respecto a más recursos en el tratamiento literario del tema, no encerrarse tan solo en una religión, sino hasta donde es posible, integrarlas como lo hace al ponerse a rezar un Padre Nuestro por su papá.

Y si la lluvia es el recuerdo, el gris para mirar atrás, en el primer libro, dedicado a su abuela, Para recordar, la lluvia; el sol en cambio, es la esperanza: es la esperanza quien viaja alrededor suyo año con año, en ese fruto que siguió al primero: “En el solsticio de verano durante las lluvias vesperales”, el libro dedicado a su padre, cuyo título evoca el momento del año en que ocurre el día más largo, y las lluvias que acompañaron su partida (edición bilingüe español-francés, trad. Ana Cristina Zúñiga y Bernard Pozier, Ediciones 34, México, 2014).

Es así como a su madre, en el poemario citado en tercer lugar, Desde el olvido, (La Tinta del Alcatraz, Toluca de Lerdo, 2013) puede decirle: “Esta muerte tuya me trató con cariño/ al acercarse poco a poco.” En la medida en que te fuiste yendo, crecí. La muerte de su madre representa el reto que la hace creer, recuperar la fe. Salvarse a sí misma. Aparentemente resignada, admite la hija: “Me acostumbro a tu ser sin estar”. Pero esa madre que huye, que fuga a su manera, en verdad se queda dentro de Andrea, y sigue gritando, dando gritos y más gritos antes de darse por vencida, de donde ésta dice: “Las flores con tu nombre/ gritan que Dios existe”.

En todo caso a lo amargo del escenario lo salva su condición de mujer, y por lo tanto, madre también: “Mi madre Rosa es como la hija que no tuve”… “Madre una de la otra/ cómplices…” De ella nací/ y morirá sin mí. Aquí se escurre un Réquiem, así suena, sus notas son las voces que se escuchan en este debatirse la fuerza del olvido, de mujer a mujer.

Por otra parte, el triunfo en escenarios, del pasado materno, le permite juegos de palabras absolutamente esbeltos como: “Rosa se llama/ y me roza el alma verla partir”. Es aquí donde se cumple a cabalidad el cometido que Angelina Muñiz Huberman encomia en la poesía de Andrea Montiel: “las palabras de dulce pronunciación se convierten en imágenes de un preciado álbum de familia”.

Lo poético estalla con tal fuerza en Desde el olvido, que lo convierte en Contra el Olvido, quizá porque como ella dice a su madre: “el corazón se te murió grande”. Y si el drama consiste en la inacción o el desaire hacia la vida, repone la hija: “Quisiera prestarle pedazos de mi lengua/ para que hable/ y le sonrían los años”. Con la Montiel, el desafío se resuelve en arco iris, al recordar la vez que ella lo vio tal cual reflejarse, adentro de los ojos de su mamá, con toda la espontaneidad de la pasión, esto hace de Andrea Montiel una mujer que ha visto el arco iris. Si de distancias se trata, las cierra de este modo: “Madre/ tu carne en mí se ha prolongado”.

Así llega a cuajar el sentido más amplio de la trilogía; abajo el grito y el reflejo. Lo propio será, así, superar la ilusión de la ilusión o la ilusión de la unión mediante el principio de recibir y penetrar de la materia y el espíritu, para poner en práctica el arte de amar.

Expresó el escritor René Avilés Fabila, en la presentación de las tres obras a tiempo de Kaddish, “confío en que las tres obras que hoy presentamos, pronto se fundan en una sola para tener una idea más profunda de ese ‘álbum de familia’, que menciona Angelina Muñiz Huberman.

El sentido de esta trilogía, de esta plegaria de Kaddish, es el de una pequeña viendo hacia el frente, procurando también mirar atrás, y por lo tanto heroica: “Que no me manquen las fojas/ ni me manquen las ideas/ que hoy quiero hablar de mi abuela/ de mi abuelo y la mi madre”. La emoción madurada al ver a los lados, la hace ahondar en su padre, en un espacio inmenso que desconozco, y cristaliza en una situación consolidada al ver hacia delante: “Somos lo mismo, madre”.

Tal vez sea cierto que el ser humano se define por su capacidad de prometer. Superado este estigma como engaño y asumido como resurrección, Andrea puede mirar de frente lo que se ha ido, y a ella en él, a él en los otros, y a los otros en ellos y en ellas prometer: “Nunca habrá un minuto de silencio para ti/ sino toda una vida para escuchar tu canto”, y colocar al pie de la escalera que su madre, compañera de pasos, le mostró, una inscripción que funde lo más claro de la intuición que le da vida a ella, con la intuición que inspira la majestad de la poesía, y todo ello, con el amor de la palabra dentro del arco iris: “Soy niña,/ recién existo”: Andrea.

 

Desde el Invierno, Carlos Santibáñez Andonegui.

 

Andrea Montiel: Para recordar, la lluvia, Ediciones 34, México, 2014.

 

 

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