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9.Feb.15

 
 

 

          
  Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     
LA LUZ, LA QUE NOS GUÍA

 

José Antonio Navalón, Aquí me quedo, Ganador del II Concurso Estatal de Literatura para el Adulto Mayor, mayo de 2012, (Col. Árbol de Luz, Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, México, 2014. Reseña de Carlos Santibáñez Andonegui, 18/01/15.

 

Como paralelismo entre el cuadro y el poema, está bien observar que ambos implican un sistema de relaciones. La relación es, quizá, aquella categoría más frecuentada por la poesía entre las categorías aristotélicas. Todo está en relación, o por descubrirse. Hay un terrible parentesco que se descubre entre las cosas, escribiendo poesía. El poeta Mario Calderón enseña una teoría de un cierto nivel de aproximación de significados equiparable a la adivinación, en la poesía. La expresión plástica más clara de esta verdad, a mi modesto modo de ver, es la metáfora, pero no la única. Cuando un poeta encuentra el tono particular en que “es él mismo”, repasa la palabra “como la piel de la novia/ antes de quemarse al sol de julio”, puede decir cualquier cosa. A partir de ese afortunado momento, los entes en su voz cobran nuevo sentido y todo es sospechoso de volverse poesía. La clave de esto tiene que ver con la física, cuando demuestra que la realidad se apoya en estructuras a las que sostienen fuerzas en equilibrio. El poeta entonces, más que crear artificialmente, deja salir la poesía que hay dentro de sí. Tal es el caso del pintor y poeta José Antonio Navalón. No imaginé que llegaría a conocer a alguien que me acercara tanto al enigma de qué es lo que pinta el pintor, a partir de la poesía. “Fragante amarillo, amarillo rico”. No lo que él cree pintar o los demás ven: “El rojo te lo guardas para la escarlatina del niño”. Creo que vamos bien si definimos: pinta la idea, ”la tristeza de la hiedra”. Poeta que interviene el horizonte con la “tierna insistencia de las flores/ revoloteando entre misiles”, para exclamar: “Primavera, a pesar de todo”. Que entiende de poesía-profecía: “El horizonte es una idea que sirve/ para mirar sin miedo el futuro,/ para interpretar el porvenir”. Lo que a él le convence, lo que más nos convence de este mundo, es la luz.  Ante el espejo mira el poeta por magia y respuesta, simplemente “La luz, la que nos guía/ y nos convence/ en esta noche de preguntas”. Ese espejo que lo único que no refleja, es la muerte. Pero la luz tiene un riesgo, Luzbel, la luz bella. A su llamado el mar y el color se vuelven tramposos; se oyen perros que aúllan a lo lejos con el estruendo del mar. Tal es la coordenada en que alguien como Lorca podía haber sugerido: “El mar: el Lucifer del azul./ El cielo caído por querer ser la luz”.  Echa un clavado al fondo de su ser para  ir por el modelo que lo habita: “Sí, me habita un muchacho torpe,/ juguetón, gordito, con las palabras tímidas/ y con las horas huérfanas.// Me llevo con él, compartimos el cuerpo,/ este caparazón de bajel arañado por la singladura;/ también los sueños, la locura”. Navalón pierde el miedo a astillarse entre “afiladas palabras de ternura”: el ser humano tarde o temprano, hay un momento en el que queda abierto en canal, en realidad y aún más allá de lo que viera Marcel Duchamp es el título mismo de su obra, el signo de la humanidad es, ha sido y será siempre un desnudo bajando una escalera. Cada uno está desnudo “tejiendo el horizonte con los sueños de todos”. Desnudo como quería Barba Jacob: “soy el hombre desnudo, soy el que nada tiene,/ soy siempre el arrojado del propio paraíso,/ soy el que tiene frío de sí mismo, el que viene/ cargado con el peso de todo lo que quiso”. Esto, mientras “la noche crepita/ en los ojos de los bailarines”. Yo que había ya cerrado el cofre de tesoros que según yo me iba a encontrar en la vida, tuve que regresarme a la embarcación una vez que, por azares del destino, el océano me volcó hacia ti, Navalón, y una mañana me arrojó al absurdo de ser yo tu maestro cuando a todas luces el maestro eras tú. Los chinos dicen, hay cadenas de causas. Hay principios que rigen la combinación: el azar, “la infatigable cuántica que nos conecta”. Me informaste: “el almendro se colocó su vestido verde… en mi pecho brotan los crisantemos”. Dijiste: aquí me quedo y escuché: “la primavera va conmigo”. Hablabas con pasión de la mujer; “gracias a ella,/ a vosotras, somos…” Te apeabas del otoño que empezaba a ser desengaño en piel de seda, y “una canción, un catarro, una mentira, el adiós”. Todo esto fue muy cerca de septiembre y ahora lo recuerdo con el frescor del verso en el que aduces: “Sevilla está a una hora de mi casa”.

Con el valor de la poesía vivida, que nadie te la contó, con tus “siete millones de suspiros inexplicables”, ganas un concurso estatal de poesía para el adulto mayor a quien saludas honesto: “Buenas tardes, otra semana entre los dedos”, y dibujas la vida con humildad de trazo: “un reguero de sonrisas sostiene / el latido del corazón incierto./ Cuando la tarde se arrastra vencida/ por la luna, te acercas/ a un barco y ofreces tu boca/ para la despedida”.  Sí existe el Absoluto pero siempre que pueda convertirnos en seres ni siquiera mejores o peores, sino por un kairós o pase mágico, absolutamente felices: “Cenando un poco de queso esta noche/ me di cuenta que estoy lleno de horas”. Es como el que habla tantos idiomas que no tiene por qué seguir aprendiendo: “Tantas horas se adentran en la mirada/ que temo no se cierren/ en el dulce aroma de las sábanas”. Como el que sabe ya que la felicidad tienen que ser instantes que impregnen la existencia, y esgrimes un poema “no porque la felicidad exista”, a la Rilke, quien también advertía: la belleza es sólo la iniciación de lo terrible.

La belleza no es sólo un impermeable de lujo para pensar: lo mejor de esta vida para mí ya está dicho, nadie va a decirme nada igual o superior a la belleza del Soneto XVIII de Shakespeare o el Azul de Darío, no un impermeable sino un vestido fresco, ligero para entender que  aún está por cumplirse, “todo está por sonar, por hacerse/ en este encuentro azul que ya late”. ¿O para qué temerle al tiempo? Total, “estoy lleno de horas”. Bello es Navalón cuando replica: “Aproximad la nariz, estad atentos…”, o “acércate, desconfía, puede ser magia”, así es lo que siente un poeta al rondar en los alrededores de, por ejemplo, la Novena Sinfonía de Beethoven, cuando uno se siente ante la tentación de no morir, no tocar nada ser los siete colores, ser hermano del blanco para no empañar el prodigio: “Dulce el blanco, tapa, restaña, fulgor de tregua,/ lengua para la paz y el paseo”, o lo otro, rasgar: mancharlo todo, ser máscara negra, atento a “los manchones que quieren hablarte con colores”, medio taimado ahí donde “la tarde se ríe, se viste de blanco;/ es ligera la brisa que llega desde el puerto/ y susurra una canción”, o hacerse río y dejarse ir: “ríete como la tarde/ cuando se desmorona sobre las colinas”… a lo divino ahí donde el poeta puede clamar: “Yo tengo los caminos de los cielos”, ante la tentación de no morir, y es cuando el poeta profiere: Aquí me quedo.  Ese absoluto, ¿estás de acuerdo conmigo?, al que la humanidad lo posee gracias a su ama de llaves que conoce su casa y los rincones desde hace dos mil años, y es más, es su señora de verdad, haya nacido o no en Grecia, gitanilla de noche astuta jugadora de pronósticos deportivos, dueña de los mejores significados de la vida, la filosofía, más rectora que la religión porque domina lo único de lo que somos dueños, nuestras emociones, no se enfrasca en el dogma, no se sulfura porque le dibujen o caricaturicen a su dios, ni mata en nombre de él como hizo el cristianismo en la edad media, o en la Inquisición, pero posee el común denominador de colores y notas que constituía el himno gigante y extraño de Bécquer. El leer a Navalón extiende lo vivido interiormente más allá del carrusel de vibraciones estéticas que el literato suele echar a andar; su objetivo es hacer amable, vivible y pensable la belleza, cada vez que “la tarde resbala por la lluvia, en esa tierna distancia del azul al gris”. Asistimos a la puesta en escena de la palabra como energía libre que impele a unir toda historia, conquistar aquello que hemos venido dejando en el aire: “las manos… la saliva/ en busca de un lugar bajo el sol/ donde quepamos todos sin balaceras,/ en paz”. Otro principio de interpretación es algo que hay que derrumbar para bien, la simpleza de quien quiere todo a pedir de boca, el poema a huevo hasta el final cuando el final no tiene por qué ser el final del libro, sino el que uno quiera: el poema se ve dentro del poema. “La noche arrebata por sorpresa/ las acuarelas.” Al caer la noche propone a oídos de su amada: Cazar la noche. Un poema del que ha opinado la querida poeta Cristina Sánchez López: enfrenta las noches del mundo, las del pasado, las del presente y las que vendrán: “Un día cazaré la noche;/ la luna no será necesaria./ Ese día vivirán las estrellas/ en el cosmos de tu mano”. No todo tiene que ser único, ejemplar, modelo. Fatal es perseguir una lógica poética. Así no son las cosas, en el poema “Faro de Trafalgar” no se profundiza al que debiera ser personaje del poema: el faro, atendiendo al poder sugestivo del título. En “Tú declaras tu amor” se rueda hasta el pecado de: “la poesía es un sueño hecho realidad”. Esto ocurre a quien no sabe mentir. Hace suyo el candor de cuestiones prácticas como narrar el sufrir para poderse transportar a la exposición de un amigo. Trae la Consagración de la Primavera en su cabeza, declara que “la vida es rosa, por dentro, latiendo”. Leyendo a Navalón entendí que había cosas para ser unidas que antes veía separadas, y otras, que veía como unidas en realidad están separadas. Pasé a la otra solapa, se me borró el tomo anterior y quedé a solas con el Absoluto. Y los invito a hacer lo mismo con su lectura. Como pintor, Navalón es crepitante, vuelca su vida en la paleta, su ser a flor de piel, su sensibilidad hecha tiras, pero como poeta, sabe algo de tratos con la alta poesía. Sabe “rezar con el color”. Sabe del horno del taller del pintor, (horno del corazón: alta temperatura) y continúa su fragua milagrosa entre palabras. No se detiene ni se preocupa, sigue su viaje. Esa forma de partir el pastel y dárnosle a tajadas, “No tengo calendario, no leo los mapas. Escucho las señales de un día de lluvia”. Todas las fronteras, incluso las que hay de un libro a otro de su producción, de una a otra época, de uno a otro estilo, se anulan en una belleza superior. No es un poeta al que se deba “tallerear” ingenuamente, como a un colegial de buenas costumbres. El está ya hecho, y ya deshecho y vuelto a hacer, mientras escribe y “guisa” sus pinturas para regalo, totalmente para regalo; el arte de Navalón es disfrutable en grado sumo, como lo es cualquier fruta. Esta poesía por sí misma, es una fruta, que se desengaña en sus rincones más íntimos de cualquier gesto grandilocuente o autocomplaciente; no es para nada la poesía espectáculo, la poesía de “concepto” en el sentido que lo maneja la sociedad de consumo bajo la idea de la “alta definición”. No es convencional, poco se acomoda a los cánones o a los estilos sino en la medida que conviene a la transmisión de su personal manera de ser, en que el autor muestra, enseña, desarrolla como maestro y revela, como artista, sin pretender saberlo todo o ironizar excesivamente: “Goya pintaba fiestas y Velázquez hilanderas”. Un contemporáneo con toda la barba. En la historia del arte lo nuevo es propiamente la culminación de un proceso. Es más difícil, piensa Joubert, ser contemporáneo que antiguo. Goethe, el imprescindible, cuenta en sus Memorias, cómo las formas vistas en las pinturas almacenadas en la casa paterna, a menudo se convertían en temas constantes de inspiración literaria en su mente. ¿No había yo de reverenciarte entonces, maestro querido, cuando abracé la carrera de las letras para encontrar luminarias en mi horizonte, y dar testimonio a quien va de camino? ¿Qué has hecho tú con los colores? ¿No te bastaba con la voz del crepúsculo al atardecer? Fuiste más allá de la técnica y la palabra misma está en tu paleta, confirmando un contento como el de Urquiza cuando advertía: “Todo a la fiesta del color se arroja”. Dilo tú, Navalón, danos para concluir, tu secreto, en esos versos tuyos que trazan la propuesta de tu arte único, sencillo, verdaderamente inimitable, que es a la vez tu estética y hechura de vida: “La pintura como medio/ para poder asomarte/ al balcón de las grandes preguntas”.  Dicho esto paso a la fiesta de leerte, que a partir de aquí se den la mano y sigan hablando, tu poesía y mi entusiasmo! “La fiesta continúa… otra semana entre los dedos”.

 

 

     
 
             

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