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31.Mar.09

 
  Pterocles Arenarius  

 

 
     
 

Santo es el Señor

cuento

 
     
     
   

 

 
     
  In Naturalibus  
     
     
     
     
 

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Una muerte inmejorable, 29.Dic.08

 
     
 

Capítulo XIII  

 
     
 

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El año galileo

 
 

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Miguel Ángel Tenorio

 
 

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  Desde Nueva York, en PDF  
  LA ANTOLOGÍA POÉTICA  
  EL CUERPO Y LA LETRA  
  LA POÉTICA DE LUIS ALBERTO AMBROGGIO  
  Publicada por la Academia Norteamericana de la Lengua Española, Nueva York, 2008  
     
  www.brevespacio.com/ libros/2008/12/antologa-potica_21.html  - 13k  
     
     
     
     
 

 del arte de

 
 

  Agustín Vargas

 
 

 el artista que se detuvo a pintar en Tulancingo

 
     
     
   
   
     
     
 

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Juan Antonio Piñeyro

 
 

de Colón, Bs.As.

 
 

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“Ah, como serás pendejo, pégame, güey”, me dijo Olegario, el crucificado, bueno, el escogido para subir a la cruz. Aprovechaba que la gente cantaba “Hosanna en las alturas, bendito es el que viene en nombre del Señor”. “Pégame, pedazo de güey” me repitió. Claro, a él no le dolían los latigazos de papel que le dábamos, pero a nosotros sí nos dolían las pedradas y los huevazos de harina que nos atizaba la gente. Era la primera caída y sí, recordaba, según programa, que ahí teníamos que pegarle entre los dos guardias pretorianos que íbamos con él, para que se levantara. El látigo de papel estaba embarrado de pintura roja para que pareciera que a cada golpe le sacábamos sangre. Pero yo no quería atizarle. Ni el otro güey que, caminábamos, uno a cada lado del Cristo, al frente de un escuadrón de pretorianos. La gente nos había traído a pedradas y escupitajos por golpear al crucificado con el chicote. Luego, en vez de pegarle le ayudé a levantarse de la primera caída porque me empezaron a llover limonazos y jitomatazos que el dueño de un puesto de verduras de la esquina había repartido entre la gente. Y el cabrón del Olegario, el Cristo, se me acercaba y en la cara me decía “pégame, pendejo, pégame, chingá, en vez de que me ayudes, pégame, güey”, y trataba de que nadie se diera cuenta; y la gente gritándonos “malditos asesinos” y las señoras hincadas llorando y rezando y los chavos mentándonos la madre y uno que otro borracho gritando quesque para poner orden y los turistas o algún reportero que se atravesaban para tomarnos la foto y los policías divirtiéndose con tanta chingadera y los pretorianos de a caballo, según ellos, nos iban cuidando, pero casi nada podían hacer por más que les echaban encima el animal a los estorbosos, pero de repente a ellos también los apedreaban. Se levantó el Cristo diciéndome “Chingada madre, eres rependejo, cabrón, o te faltan güevos o qué chingaos”, acercándoseme para que no lo oyeran y acomodándose las barbas postizas y la corona de espinas que no tenía espinas porque era de ramas de pirul. Y así seguimos avanzando bien sudados, empolvados y bañados porque no faltó un hijo de su chingada madre que sacó su manguera desde la azotea de su casa y nos echó agua, según para refrescarnos; nos alcanzó a bañar el hijo de la chingada y no podíamos decirle nada, hasta que un pretor jinete le gritó “No eches agua, cabrón”. “Pos es para que se refresquen”. El Cristo le dijo al pretor “Dile a ese hijo de su puta madre que no nos moje”, se le iba cayendo el maquillaje que le pusieron para que simulara la sangre. El pretor le dijo “Ciérrale a tu chingadera porque te voy a echar a la policía”. Y le cerró, pero ya nos había bañado. El nazareno iba bien emputado cargando su cruz después de que lo bañaron. Con el agua se empezó a deshacer mi casco de romano, se arrugaron las cintas de guerrero que usaban como faldita y que me las hice de cartón lo bueno es que en el rayo del sol nos secamos rápido, avanzando entre los gritos y los lloriqueos, gente que nos insultaba y gente que lloraba por el martirio del Cristo y gente que cantaba “Oh, María, madre mía, oh consuelo del mortal. Amparadme y llevadme a la patria celestial” porque la virgen María, acompañada por la Magdalena, que era su amiga, santa Marta que le puso el santo sudario al Cristo, santa Isabel que era su prima y santa Ana, su mamá; habían pasado quizá un minuto antes que nosotros en un carro alegórico lleno de niños disfrazados de angelitos y lanzándole flores a la gente.

          Yo iba sudando debajo del casco de romano que era un casco de albañil al que le pegué el penacho y el barbiquejo de papel plateado y que ya se iba deshaciendo, el traje de romano ya lo traía desgarrado porque, apenas saliendo la procesión, un borracho me jaloneó para que ya no golpeara al Cristo, también traía la vaina de la espada vacía pues en el jaloneo con el borracho no supe dónde quedó.

          Llegamos a la segunda caída.

          Todos los guardias ya estábamos urgidos de que aquello terminara. La gente estaba muy agresiva, el Cristo muy exigente con nosotros para lucirse, los jinetes bien fastidiados de cuidar que su caballo no aplastara a un chamaco o a una ruca de las que llorando se hincaban al paso del Cristo. Así que, aprovechando que se detuvo cuando, después de bajarse del carro alegórico llegó Santa Marta, o no sé cómo se llama la que le limpió la cara para que se quedara impresa en el santo sudario, lo más discretamente que pude me le acerqué cuando se fue la mujer y le dije “Pos ya tírate, cabrón, ya no hacemos la tercera caída, te tiras y metemos al Simón Cirineo a que te ayude a cargar y nos vamos al cerro con dos caídas nomás y que chingue a su madre el mundo”. Se me quedó viendo bien emputado, de pronto se me figuró que quería tirar la cruz y decirnos “Vayan a la chingada y busquen a quien crucificar”; pero no, me dijo “Ni madres, güey, ‘ora se chingan, le voy a decir a don Cataneo que ya le sacaron a los chingadazos y vas a ver que no los vuelven a meter en esto; pos es su penitencia, cabrones, ¿o qué, quieren todo muy fácil?”. Pero entonces Rosauro, un centurión de a caballo, se bajó, vino con el Cristo y le dijo “Vámonos a la chingada, ya nos atrasamos mucho, ya teníamos que estar allá arriba, los que te van a crucificar ya deben estar desesperados porque no llegamos, agárrate de un brazo de la cruz y yo de otro y vámonos en chinga”. Pero el Nazareno estaba emperrado en lucirse todo el camino y le dijo al centurión que no, que él iba a cargar la cruz hasta donde lo entregáramos. Rosauro, el centurión, le dijo al Cristo, “Pos si no la cargas tú, la cargo yo, cabrón, pero de aquí ya nos vamos, güey”. Rosauro, enfurecido porque la gente lo había maltratado mucho, ya con la urgencia de salir lo más rápido posible del brete, cometiendo una blasfemia, le quitó la cruz al Jesucristo y la echó en ancas al caballo, le hizo un nudo sencillo, se trepó al animal y se fue a paso ligero. Todos los guardias nos fuimos detrás de él trotando. El Cristo se quedó parado sin saber qué hacer, luego se fue igual, trotando detrás del caballo. La gente empezó a aplaudir porque así, el centurión le estaba evitando sufrimiento al buen Jesús. Las viejitas le echaban la bendición llorando al caballero que arrastraba la cruz amarrada a su caballo. Luego Olegario el Cristo le dijo “Ya me quitaste la cruz, ahora déjame subir al caballo por lo menos, no la chingues” y el jinete detuvo su caballo que se encabritó un poco y le dijo “Súbete pues, aquí junto a la cruz, en ancas”. Y subiéndose las faldas de su camisón el Cristo se subió al caballo y así se fueron. Las viejitas estaban felices y de pronto empezaron a aventarle flores al jinete que había rescatado a Olegario el Cristo.

          Así llegamos a donde había que entregarlo. Ese era mi último trabajo en la representación. Olegario, el Cristo, se bajó del caballo, dos señores le ayudaron, creerían que iba muy lastimado. Ya descansado agarró su cruz y se la cargó. El Simón Cireneo, que tenía que haber entrado en la tercera caída que ya no la hubo y que había llegado ahí corriendo como el resto caminó junto al Cristo ayudándole con la cruz y yo me adelanté hasta quedar frente a la comitiva de crucifixión que, bien asoleados esperaban desde una hora antes al Cristo. Me planté, me dieron el micrófono que se viciaba haciendo un ruido espantoso y canté mi parlamento:

          En tus manos, Cayo Flavio, romano centurión,

          entrego al nazareno a tu consideración,

          lo vas a ejecutar en la cruel crucifixión

          y hasta aquí llegó mi obligación.

 

          Recordé que me habían advertido “Más vale que, cuando entreguen al Cristo, ustedes le corran, a que nosotros le hablemos a la policía si los llegara a agarrar la gente y que los granaderos le vayan a pegar a la gente, ya ves que son muy brutos, ni lo mande Dios, no vaya a haber un escándalo, se acaba esta tradición tan bonita. Mejor le corren y se meten a la casa de doña Santiaga que es la verde que se ve allá, ¿sale? De ti depende todo, Pancho”, me dijo don Cataneo, que fue el organizador de lugares.

          Se llevaron al Cristo a crucificar. Les dije a mis pretorianos “Cuando llegue el Pancho --que era uno de los de ayuda de a caballo-- nos vamos corriendo atrás de él para que nos abra camino”; pero el pinche Pancho no podía pasar porque había mucha gente y nos estaba dejando solos; los centuriones ya se habían llevado al crucificado y la gente nos estaba apedreando. Tomé la decisión de correr con mi gente sin la protección del caballo que no podía pasar, estaba como a unos treinta metros de nosotros. “¡Vámonos en chinga porque este güey no va a llegar!” les dije a mis muchachos. Me quedé hasta el final para que todos corrieran adelante de mí, no quería que se me fuera a quedar alguno. Corríamos y nos aventaban huevos con harina o confeti, en broma; pero también jitomates y piedras, en serio. Ellos iban unos ocho metros adelante de mí y a algún hijo de la chingada se le hizo fácil atravesarse en mi camino y meterme el pie. Traté de esquivarlo como jugador de futbol americano pero de seguro este güey jugaba futbol pero sóquer porque me aplicó al tobillo un bonito faul que me hubiera hecho caer de pura jeta si no es porque metí las manos. Me levanté lo más rápido que pude, aunque todo raspado, y se me juntó un chingo de gente. Me agarraron del traje de romano y se pusieron a zarandearme, “¿adónde chingaos vas, cabroncito, corriendo como pinche loco?”, me di el jalón y me rompieron mi traje, me agarraron de los brazos y traté de zafarme y entonces empezaron a golpearme. Y cometí el error de defenderme. Repartí unos cuantos chingadazos, pero fueron más --como al cuatro por uno-- los que recibí, lo bueno fue que por golpearme me soltaron y seguí corriendo. Alguien alcanzó a agarrarme de la ropa, me zafé y corrí; cuando ya llevaba un cacho corriendo me di cuenta de que ya iba encuerado, nomás llevaba calzones; mi disfraz ya me lo habían despedazado y, además, ahora sí estaba solo, ya no veía a mis pretorianos. Entonces cometí el segundo error, en vez de correr más fuerte me detuve, ya iba solo, en calzones y huaraches y estaba un poco alejado de donde iba el Cristo para ser crucificado. Entonces sí empezaron a meterme una soberana madriza. Era mucha gente la que se acercó y me pegaban con el puño los hombres, me rasguñaban las mujeres, me jalaban los cabellos las señoras. Estaban como enloquecidos y se desahogaban contra mí. Porque estaba desnudo, porque pensarían que era un loco drogado, depravado y violador, porque querían desquitarse en alguien, porque les iba mal en todo, porque varios hombres y mujeres estaban borrachos, porque son pobres y porque ¿qué chingaos hace un cabrón corriendo encuerado en donde representaban la divina pasión de Cristo?, o pensarían simplemente que yo era el vivo Diablo, ¿por qué no?

          No sé cómo pude salir de esa corriendo en medio de tanto pueblo y corrí con todas mis fuerzas. Ya iba por los lugares donde no hay tanta gente y pude avanzar hacia la casa de doña Santiaga, donde nos cambiamos de ropa, pero empezaron a gritar “¡Agárrenlo, está loco, va drogado, es violador!”. Y era creíble porque ya iba yo completamente desnudo y golpeado, sangrando de verdad. Pero seguí corriendo. Parecía que me iba a escapar, pero hubo un genio que oyó los gritos, se hizo de una piedra de buen tamaño, se me paró de frente y cuando me tuvo cerca me la estrelló en la jeta con sólo atravesarla en mi camino. Vi algo como una enorme luz junto de mis ojos. Quedé tan aturdido que cuando me di cuenta estaba en el suelo. La vista se me había oscurecido pero traté de seguir corriendo aunque iba a gatas; ahí me fueron golpeando. No sentía dolor pero sí sentía los golpes, como flashazos cuando me pegaban en la cabeza y piquetes cuando me atinaban en el cuerpo. Me estaban apedreando y me daban una que otra patada. De pronto recibí un patadón en las costillas que sólo me hizo sentir vacío, dejó de entrarme aire y no pude moverme más. Entonces sí me golpearon. Alcancé a ver que me daban con un garrote. Luego todo se hizo oscuro y no supe más. Dicen que los guardias que mandé primero avisaron a los judíos, los fariseos, que ya habían terminado su papel, y éstos junto con otros romanos y gente del barrio vinieron a salvarme. No creo que hubieran llegado a matarme a golpes, pero qué bueno que me salvaron.

          Cuando desperté estaba en un hospital del Seguro. Me contaron que al recibirme los médicos dijeron “Mira nomás, está hecho un Santocristo” y supe que les contestaron “No, si nomás era uno de los romanos el pobre güey”; al despertar sí tenía dolores en todo el cuerpo o más bien un solo dolor que era mi cuerpo entero. También estaba horriblemente aturdido, drogado. Tenía un collarín para que no moviera el cuello, un brazo enyesado, una manguera metida por la nariz hasta lastimarme la garganta, otra manguera que, terminada en aguja se encajaba en el dorso de mi mano derecha y, lo peor de todo, una manguera encajada en el culo.

          Los amigos asistieron a verme. Unos se burlaban, otros simulaban condolerse, pero estoy seguro que hacían chistes a mi costa. Sabíamos que hay que salir corriendo del lugar porque la gente no quiere a los romanos que crucificaron a Cristo. Y todos tenían la idea de que yo era muy pendejo porque me quedé a que me golpearan.

          Al tercer día vino a verme el crucificado, Olegario Malagón, bendecido por la gente del barrio, admirado por los que tenían la suerte de ser sus amigos, adorado por las viejitas que le besaban las manos y las mejillas cuando se lo encontraban en la calle, entrevistado por los periódicos y, una vez, por televisión en su propia casa con su familia, respetado por los señores y estimado por los padrecitos de las parroquias de la colonia, pero, lo más doloroso, perseguido por las mujeres el hijo de la chingada, perseguido por las más bonitas para darle... lo que él les pidiera, pecando o sin pecar. Fue a visitarme al hospital. Lo vi entrar muy contento, radiante, lo acompañaba una preciosa muchacha que no reconocí. Hubiera querido decirle “Ándate a la chingada de aquí, cabrón, qué chingaos vienes a burlarte de uno”. Pero por la chulada de mujer que iba con él no dije nada.

          –¿Qué te pasó, güey –fue lo primero que dijo.

          No le contesté. Se asustó. Me miró un rato afortunadamente breve y se largó.

          Dijo que yo estaba muy grave, que no podía hablar y que no reconocía a nadie.

 
 
     
     
 
     
  más de Pterocles Arenarius

 

 

 
     
     
 

De la obra de la argentina

 
 

María Julia Goyena

 
     
 

 

 
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
     
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
     
   
     
   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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