Tulancingo cultural

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Tulancingo, Hidalgo, México

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  Pterocles Arenarius  

 

   

La Sacrílega Victoria

cuento

(Demasiado Alto Jones o el combate sin pretextos)

     
 

En el Día de la Mujer

La vida es (más) de las mujeres, Mar.08

 

 

El artista plástico Magdiel Pérez, un hidalguense en Guanajuato, 1.Mar.08

 

Atropello al Café Bossanova con exorbitante suma por uso de suelo, 11.Ene.08

 

 

Ecos de Tulancingo 2007, 1er Encuentro Latinoamericano de Escritores Tulancingo 2007

 

In Naturalibus

El otro lado 7.Jul.08

¿México, estado fracasado? 7.Jul.08

¿Los escritores también? 30.Jun.08

Horrorosísima blasfemia en San Roque 15.Jun.08

Debate petrolero, Abr.08

 

 

 

Aforismos de miseria, 4o Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra 2007

 

José Agustín escribe y la onda sigue y sigue, 3er Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra 2006

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     
     
 

 

 aPOYo InTerNACIONAL a

AEXA

la AGENCIA ESPACIAL MEXICANA

 

De Israel y Europa, cartas de apoyo y ofrecimientos de colaboración

 

 
     
     
 
     
 

El establecimiento de la verdad en Un dulce olor a muerte

 
 

por

 
 

José Antonio Durand

 
     
     
     
 

2do Encuentro Latinoamericano de Escritores Tulancingo 2008

 
 

9, 10 y 11 de octubre, 2008

 
     
     
     
  Fata Morgana:  
 

El camino hacia la Universidad Politécnica de Tulancingo: como el mapa del tesoro

 
     
     
 

 

 
 

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  Cuando peleaban negros o blancos las peleas eran infames. Los blancos eran cobardes; los negros,  holgazanes.

En cambio las peleas de mexicanos eran extraordinarias. Esos chicos salían a pelear con el alma y el corazón.

 
 

      Charles Bukowski

 

 

Supongo que sabía que en México el box no está muy bien controlado por la ley. Ni por nadie. También que, a pesar de eso, los peleadores mexicanos tienen un gran prestigio en el mundo. Llegó con su “equipo de asesores” –en el más puro estilo gringo–, a proponerme un negocio que me pareció interesante. Hablaba un español infame: con acento de texano. Y de negro. Era difícil entenderle pero no era desagradable hablar con él pues aunque se tragaba algunas letras, pronunciaba lentamente con un vozarrón de contrabajo. Lo movía un afán insaciable: ganar algunos millones de dólares a mediano plazo, pero más bien anhelaba reputación boxística inmediata. Dos abogados en inglés, uno en español, un entrenador de box, un intérprete, un mánayer y dos sujetos con actividades desconocidas. Además de cuatro enormes negros espantosos como guaruras –ninguno comparable con el propio míster Demasiado Alto–. Todos ocupando por completo mi pequeña oficina, cuatro sentados y el resto de pie, frente a mí y Sari, mi secretaria. Asesorado como si negociara la paz mundial, míster Muy Alto Jones, resolvía todo. Ni siquiera al intérprete dejaba hablar en español. Si acaso permitía ser interrumpido cuando al parecer de alguno de sus “asesores” tenía que hacerle una aclaración importante o advertirle que estaba metiéndose en líos. Entonces, sin anunciármelo hacían team back como acostumbraba en su propio deporte, se apartaban a un rincón, cuchicheaban y volvían conmigo con sus propuestas. Too Tall Jones, formidable estrella del equipo defensivo de los Vaqueros de Dallas en mi propia y apenas decorosa oficina en Tijuana. Era alguno de los años de la década 80. El señor quería ser campeón mundial de boxeo en peso completo.

 
           –Oquei, mai amigou. Yo sólo necesitar faiv, ¿oquei? Faiv peleias. Tri mecsican peleadoures que osted obtener y dos americanous que ai contreired. Yu’nderst’nd? –Nunca me había visto ante un tipo tan impresionante: negro sin concesiones, negro brillante, negro absoluto, negro como una maldición del infierno. Gigantesco como un obelisco, como una inmensa chimenea renegrida. Tan increíblemente fornido y enorme, con sus dos metros diez centímetros de estatura, que me hacía sentir que estaba frente a un edificio de servicios fúnebres. Noté que sus bíceps eran al menos tan gruesos como mis piernas. Elegantísimo en su extravagancia, aquella primera vez que lo vi usaba una playerita elástica desabrochada hasta el tórax, como metida por la fuerza, casi transparente y de color lila. Era evidente su deseo de que el mundo observara los monstruosos y negros músculos de brazos, pectorales, espalda y los peores: los del cuello. Un cuello de bestia magnífica. Un cuello de músculos portentosamente inflamados, un cuello más grueso que su propia gran cabeza de negro. Algo realmente anormal. Parecía sufrir una horrenda enfermedad inflamatoria en los músculos del cuello que están bajo la mandíbula. Abajo de la nuca se le hacían unas arrugas que más bien debía llamar abismos, sumideros causados por los anormales abultamientos musculares. Y con todo, tenía cara de insoportable somnolencia. Además llevaba un pantalón azul cielo ajustadísimo, cortado obviamente sobre medida en alguna tela del más exorbitante precio. Completaba la vestimenta con un gorro demencialmente extravagante, abigarrado de chillantes colores y enorme como una gran bolsa floja colgando detrás de la cabeza, por último, atravesada como banda presidencial, traía una inmensa mascada roja de seda con motivos africanos en amarillo y verde que estaba fija por arriba de su cintura con un broche más que notable por ser de oro con incrustaciones de, obviamente, diamantes. Tenía los ojos como fatigados y siempre enrojecidos; eran impresionantes sus ojos de negro triste y la bemba descomunal, tan prominente que parecía capaz de alcanzar al interlocutor a darle un beso desde un metro. La voz era lenta, como proveniente de una caverna prehistórica, como la voz del propio Satanás. El tórax me abarcaría triplemente en anchura y cada una de sus piernas era como mi tronco de gruesa.  
           Las condiciones que ofrecía en el negocio eran excelentes para mí. El tipo tenía dólares para desperdiciar. Quería allegarse algún prestigio como boxeador.  
           –Ai jop, yo esperar faiv noc-auts, end ol of dem, ou, todous antes de raund four, ¿oquei? –Además del monstruoso poderío físico, los miles de dólares (que le pagaban los Vaqueros por despedazar a los core-bacs contrarios), le daban el otro gran poder: el de mover voluntades en su favor para satisfacer sus caprichos. O sus altos objetivos en el deporte mundial.  
           –Sí, míster Demasiado Alto Yons desea cinco victorias fáciles pero legales. Combates reales, no tongos, pero tampoco deseamos que un aspirante de peleador muera al combatir con míster Yons ¿me entiende? El señor Yons es un deportista de alto rendimiento a nivel mundial. Estamos conscientes que míster Yons es más fuerte que el campeón mundial Ivander Jalyfild y míster Yons puede vencerlo. Es un combate que en dos años vale treinta millones de dólares. –Hablaba un notorio hombre de box gringo que había aprendido español, seguramente, con los peleadores mexicanos que abundan por allá. Era el entrenador de don Muy Alto.  
           Era sencillo y productivo. Conseguirle tres bultos de acá, él tenía a los dos de allá. Hacer publicidad en los diarios, en la televisión. Se haría sola. El tipo era famosísimo. La paga que yo le daría era simbólica, de hecho no le interesaban tres mil dólares; en cambio, por la mitad de esos billetes podía llevar a Tijuana a uno de los diez mejor clasificados en México para cada una de las peleas. Y mejor si era uno de los tres últimos. Él pensaba que ganando esos pleitos ingresaría en las clasificaciones mundiales y al totalizar ocho estaría disputando un título mundial de ésos de cartoncillo para, por supuesto, ganarlo. Entonces, lo que seguía era “unificar” el campeonato de la Federación Internacional de Boxeo con el de la Comisión Mundial cuyo campeón Evander Hollyfield, aunque era un peleador con una técnica que pocas veces se ha visto en peso completo, no tenía la fortaleza y ni siquiera el peso de los grandes pesos completos. La campaña se llevaría dos años. Considerando que tenía que estar seis meses jugando futbol americano, era muy poco tiempo. Pero tenía una enorme confianza en sí mismo, en su monstruosa fortaleza y su dotación física inigualable. Era, finalmente, buena idea. Si yo hubiera sido su asesor le habría aconsejado que ganara el campeonato de la FIB, que ganara algunos miles de dólares –difícilmente el millón–, que se hiciera mucha publicidad y que se regresara al futbol americano. Era un atleta tremebundo, su descomunal fortaleza estaba fuera de duda, indudablemente contaba con una fabulosa condición física, seguramente tendría un cañón en cada puño, pesaba ciento diez kilos de poderosos músculos, medía dos metros ocho centímetros, era famoso por su extraordinaria rapidez a pesar del peso descomunal, lo que incrementaba su terrible fuerza para derribar a los linieros que defienden al core-bac. Estaba acostumbrado a la violencia, incluso a recibir y proporcionar golpes terribles. Pero...  
           Existen detalles ínfimos que sólo se adquieren con la práctica del boxeo durante años. Los más importantes tienen que ver con la forma de recibir el castigo y la de administrarlo. Un buen peleador jamás recibe un impacto con toda su potencia. Y también sabe que muy pocas veces se decide una pelea con un solo golpe, siempre hay que desmoronar una roca con un martilleo metódico, preciso y pertinaz. Sobre esas dos acciones del box se podrían escribir varios tratados.  
           Firmamos un contrato. En inglés y en español. Don Muy Alto Jones nos invitó a comer del otro lado, en San Diego. En un restaurante de comida “mexicana” en donde, exceptuando a algún cliente despistado, todos eran wasp. Bebimos un falso tequila gringo llamado Don Pancho. Regresé de noche a mi casa, de este lado.  

 

 

 

 

         Llegó a Tijuana con cinco días de anticipación a la pelea. Una nube de reporteros gringos siguieron sus entrenamientos minuto a minuto. Despertó mucho interés el combate. Teníamos la segunda mejor plaza para boxeo de la ciudad. Los periódicos se vieron muy interesados y vendí los derechos de transmisión televisiva para todos los estados del sur gringo y diez estados del norte mexicano. Buen negocio. La primera pelea fue contra el chihuahuense Rafael, Enano, Pérez. Cuando les dieron las instrucciones inmediatamente antes del campanazo inicial vi que el Enano tenía una muy decorosa estatura, llegaba a la nariz de míster Jones. Les dijeron dense la mano y que gane el mejor y empezó la pelea. El negro, un atleta disciplinado y con la costumbre del duro trabajo de gimnasio, tiró unos golpes terribles y bien ejecutados, pero eran golpes muy imprecisos, el mexicano acaso atinaría un rozón. Muy Alto Jones lo trituró en minuto y medio atinándole unos pedradones en la nuca y en los brazos. Fue una desvergonzada masacre. Era demasiada fuerza de Muy Alto Jones y muy escasa su técnica. Sentí que de alguna manera se degradaba el boxeo al imponerse la brutalidad sobre el oficio. El Enano sufrió fractura de costillas por los golpes. Muy Alto no quedó satisfecho con la pelea ni siquiera con la victoria. Se fue inmediatamente a Texas con su equipo y sus tres lujosas camionetas.  
           Para la segunda pelea le traje a Rogelio Calabrote Román, quien por mil dólares era capaz de lo que fuera. Sólo tenía que arriesgar el pellejo frente a la negra bestia, el honorable millonario Albert, Too Tall, Jones quien ya estaba incluso aprendiendo algo, lo muy elemental del box, como pude observar en los entrenamientos. Con el Calabrote de pronto hasta parecía un combate de dos boxeadores, lo que no ocurrió en su primera pelea. El Calabrote nunca ofreció el menor peligro al negro y hasta, en un momento, haciendo el oficio de sparring partner o costal humano, puso su físico para que aquél lo apaleara, como si hubiera querido hacer la suprema prueba a su resistencia. Fue noqueado en cuatro raunds y en ellos el futbolista negro aprendió a boxear más que en toda su vida. Quedó tan contento esta vez que me envió un recado para que, discretamente, visitásemos el cabaret más lujoso de Tijuana.  
           Nos vimos en el Armand’s y el gerente nos dio un lujoso salón apartado para banquetes y, sin que le fuera solicitado, mandó a una docena de “edecanes” a que nos atendieran. Además nos sirvieron bocadillos de millonario y una botella de scotch y dos de champaña por cabeza. Too Tall Jones se bebió diez botellas de champaña sin demostrar ni la más mínima embriaguez y, sólo al final, terminó con un par de botellas de whisky. Mientras iba consumiendo champaña como si fuera a acabar con las reservas mundiales y contaba chistes de hombres idiotas y mujeres putérrimas, siempre blancos, en los ínterin se tiró a las doce edecanes, una tras otra en las cuatro horas que permanecimos en el lujoso antro. Ellas, después de atender al señor don Muy Alto Jones, ofrecieron sus servicios a los demás, excepto una que, después de que el negro pasó por todas, fue requerida por el defensivo vaquero y la hizo permanecer con él el resto de la noche. La llevó al apartado tres veces más. Bonita noche: se bebió diez botellas de champaña y dos de whisky; puso a sus ayudantes a que nos contaran en inglés y en español sus más grandes jugadas actuándolas mientras él no podía contarnos chistes de blancos porque se estaba tirando a las edecanes, se cogió a doce putas repartidas en quince o dieciséis ocasiones –no garantizo que haya eyaculado cada vez–, y al fin de la jornada me despidió con un abrazo asfixiante (porque además me levantó) y me dio sendos besos en las mejillas. Estaba feliz. La borrachera se le notaba apenas en que hablaba más rápido y agudo que de costumbre. Se fue sintiéndose, por fin, un boxeador de verdad.  
           No tuve otras noticias de él exceptuando las que publicaron los periódicos mexicanos.  
           Llegó el momento de la tercera pelea en México un mes y medio después. Mientras tanto, Too Tall Jones había hecho ya hasta cuatro peleas contra gringos, blancos, en Houston y San Antonio. Su récord, perfecto, ya era de 6-0 con seis nocauts. El rival, esta vez, sería El Chebo Hernández; un peleador chihuahuense, octavo clasificado nacional de peso completo, ningún fuera de serie, un peleador valiente, con respetable pegada y, bueno... un poco gordo. Por mil quinientos dólares El Chebo era capaz de pelear con su propia madre. Asistí a un entrenamiento de Too Tall Jones. Vi lo que esperaba ver. Una tremenda sesión de ejercicios y el martirio de cuatro sparring partners, dos negros y dos blancos que alquilaban sus humanidades para que míster Jones practicara sus golpes sobre seres humanos, costumbre muy sana de todo aquel que desee llegar a ser buen peleador, puesto que nunca será lo mismo golpear un simple costal o la más móvil pera que sacudir a un cristiano. Tenían que turnarse tres minutos cada uno de los ayudantes para soportar el castigo. Me desconcertó un poco que entre sus colaboradores había incluido a una muchacha. Me desconcertó más el hecho de que se me hizo conocida. Se encargaba de darle agua, echarle aire con una toalla, secarle el sudor, masajearle las inmensas espaldas y las tremebundas piernas. El negro sudaba tanto que iba dejando charquitos en cada sitio que se ponía.  
           Con los boletos agotados tres días antes y la arena a reventar se cumplió el plazo. Unas horas antes de la pelea coincidí con la muchacha que ayudaba a míster Jones.  
           –Hola, guapa, ¿estás lista para subir al ring al rato? –me miró con una desconfianza que no creí merecerme.  
           –Pues ahora sólo trabajo para el señor Demasiado Alto Yans. Tengo muy buen sueldo y vivo de aquel lado, en San Antonio. Nunca me volverás a ver en el Armands. –de pronto comprendí. Con razón la desconfianza. Era una de las “edecanes”. Y la identifiqué. Era la que el negro hizo permanecer con él y a la que se tiró cuatro o cinco veces. Bueno, todos tenemos derecho al progreso, pensé.  
           –Oye, pues excelente idea. Chao, suerte, linda...  
           Como preliminares llevé –como lo había hecho en las dos ocasiones anteriores– muchachitos aficionados, de esos a los que no hay que pagarles por pelear, puesto que se les está dando la oportunidad de dar brillo a los inicios de su carrera en una función estelar. Y así lo consideraron. Buenas peleas de apertura que dejaron el ring calientito para la pelea estrella. Subió Chebo muy serio, con una humilde bata ya lustrosa y un enorme calzón y los guantes listos, traía el gesto fatal y resignado. Pero tenía un enorme consuelo, mil quinientos dólares. Tres minutos después, entre clamores y rodeado de policías, ayudantes y periodistas tanto mexicanos como gringos llegó el tremendo novato enfundado en lujosísima vestimenta con los colores azul, blanco y rojo. Se hizo el ritual. Los presentaron exagerando un poco los méritos del mexicano y el negro no necesitó presentación para que todos lo vitorearan, gringos y mexicanos. Sonó la campana y me di cuenta de la desigualdad del combate. Chebo, con su metro ochenta, le llegaba por debajo de los hombros a don Demasiado Alto Jones, además, la diferencia de peso era de unos veinte kilos. Aquél era mucho más grueso del tórax y más delgado de la cintura, pero totalmente hecho de férreos y abultados músculos y Chebo cargaba el sobrepeso de unos ocho kilos. Era como una pelea de un hombre contra un niño. “Dense la mano y que gane el mejor” dijo el réferi sin afán de burla y agregó “cuando suene la campana comienzan a golpearse” y se oyó como una condena para el Chebo. Muy Alto se puso a practicar sus conocimientos en el campo de batalla. Había aprendido a tirar muy aceptablemente el yab, un verdadero lancetazo capaz de derribar un muro. Su cruzado derecho también estaba bien afinado. Uno de ésos bien conectado podría matar a un rinoceronte. Pero Chebo era un peleador con mucho oficio y había peleado con varios campeones mundiales. Muy Alto Jones conectaría si acaso un par de yabs –sin causar mayor daño– de los veintitrés que tiró. Chebo era un zorro para resbalar los golpes. El negro también disparó en trece ocasiones su cruzado derecho. Nunca lo atinó. Con un golpe de ésos hubiera noqueado a Muhamed Alí o a Joe Louis o a Rocky Marciano... si lo atinara bien o al menos regular. Ese podría llegar a ser su gran problema en las peleas “de verdad”, contra los grandes peleadores. No tenía sentido de la distancia, era demasiado mecánico y no era capaz de entrar en el ritmo de la pelea. El box, por fortuna, no sólo es fuerza bruta ni con mucho. El Chebo sólo ensayó unos cinco yabs. Ni siquiera tuvo intención de atinárselos a un rival inalcanzable de tan alto. También ejecutó su cruzado y cuatro o cinco ganchos. No golpeó a Jones. Pero el primer raund fue tranquilo para los dos. En el segundo, el gringo salió a matar. Fue directamente hacia Chebo en cuanto sonó la campana y le dio un feo e impreciso coscorrón cerca de la zona occipital. El mexicano se fue de boca a la lona un poco aturdido. Esperó la cuenta de protección con una rodilla en tierra, muy sereno y sin daño visible. Era una imagen enloquecedora, el gigantesco negro junto al mexicano de rodillas parecían aquél mucho más grande y éste lastimosamente más pequeño e indefenso. Se levantó. El negro se le fue encima acribillándolo, pero ya sin la sorpresa, el Chebo eludía con buen resultado la tempestad de terribles golpes. Era mucho peor que el gato y el ratón. Al final del raund míster Muy Alto Jones se estaba cansando y el regordete Chebo casi había salido de apuros pero él sí estaba muy cansado. Se fueron al descanso y daba la sensación de que en el siguiente raund el mexicano sería asesinado. Se había llevado, ahora sí, varios durísimos golpes que, de haberlos recibido de lleno estaría tirado inconsciente, noqueado o quizás muerto. En el tercero, Chebo atinó un buen gancho al hígado que hizo reír a Muy Alto Jones. Una cosquilla para la durísima coraza de acero negro en el vientre del gringo. Luego Chebo recibió un brutal castigo que sin embargo resistió por su inmenso caudal de mañas y su valentía: varios terribles golpes de derecha muy imprecisos, mal conectados pero pavorosamente fuertes como si le pegaran con una barra de acero. Chebo Hernández quedó con el rostro deformado por un hematoma en el lado izquierdo de la frente por un golpe que si le ha dado quince centímetros más abajo lo hubiera fulminado. También sangraba por la nariz y el ojo derecho ya estaba casi cerrado. Y apenas había recibido unos seis golpes que ni siquiera lo impactaron con precisión. ¿Qué impulsa a un hombre a aceptar una circunstancia así? La vida de Chebo Hernández estaba en las manos de las autoridades de ring y el réferi. La gente estaba excitada de morbo por presenciar la masacre, siempre y cuando no fuera demasiado prolongada, eso aburriría y mucho menos desearían que Chebo se echara como una vaca, ellos querrían ver un nocaut espectacular o en el peor de los casos, una (no demasiado) lenta masacre. En el siguiente raund Chebo estaba atrapado en una esquina. Jones lo tupía alegremente, ya estaba tirando golpes mucho más suelto, confiado como si golpeara a un costal. Había descubierto también que, aunque tuviese que inclinarse mucho, golpear en el amplio y blando vientre del Chebo le daba excelentes resultados; el mexicano se detenía en su huida, y resoplaba desesperadamente cuando su estómago era vapuleado. Muy Alto apaleaba casi jubilosamente al Chebo quien a muy duras penas evitaba sólo los más fuertes golpes, los remates y, con ellos, el nocaut. El réferi estaba a punto de intervenir para detener el falso combate. El negro tiró una derecha que falló gracias a que Chebo hizo una profunda inmersión inclinando el tronco hasta más abajo de las rodillas del gigante negro, con lo que hizo pasar el golpe por encima. Cuando Chebo regresaba a su postura normal y Muy Alto Jones también, sincronizados en contrario sentido, una bala perdida, un gancho de izquierda del Chebo se estrelló a dos centímetros del centro de la barbilla de Too Tall Jones. Sólo la cabeza del gigante se sacudió como un chicote, ni siquiera fue un movimiento muy evidente. Sólo los expertos veedores de boxeo se dieron cuenta. El gran futbolista dio dos pasos hacia atrás y se bamboleó como un enorme trasatlántico en medio de una grandiosa tempestad. Fue un milagro que no cayera. ¡El negro estaba noqueado sobre las piernas! Cuando la gente por fin se dio cuenta soltó un alarido. El Chebo al notar que lo tenía lastimado se fue por él y lo hubiera noqueado si no es porque la campana sonó inmediatamente, cuarenta y cinco segundos antes de los tres minutos reglamentarios. El campanero, por propia iniciativa, la hizo sonar antes que ocurriera un suceso aberrante. Pero no pudo evitar que el defensivo de los Vaqueros se llevara un par más de batacazos y era cuestión de que le dieran otros tres para que hubiera sido derribado. El Chebo estaba gordo, no tenía gran condición física, pero pegaba duro y tenía un oficio de quince años como peleador. Sin embargo nadie hubiera podido permitirlo. Hubiera sido como cambiar la historia sin sentido, hubiera sido como colaborar para que ocurriera una anomalía cósmica. Todos sabían que Too Tall Jones les agradecería jugosamente cualquier cosa que hicieran en su favor. Pero más aún, nadie podía concebir que aquel humilde peleador mexicano le ganara al lustroso negro millonario. Y el campanero hizo su ilegal trabajo que el mundo entero aplaudió, evitó que el Chebo Hernández derribara y quizá noqueara al invencible Muy Alto Jones. Se lo llevaron conduciéndolo por un brazo como a un borracho. Lo sentaron en su banquillo y le dieron a oler sales de amoniaco, lo empaparon de agua, de frases de aliento y hasta de súplica. Los ayudantes de Too Tall Jones corrieron a la putita de su esquina. Ahora la autoridad máxima dentro del local boxístico, el comisionado por la CMB tomó la iniciativa y protegió a Albert, Too Tall, Jones de un ataque del mexicano que hubiera dado a éste la victoria, el descanso duró tres minutos. El público estaba asustado, el enorme atleta quizá estuviese seriamente lastimado, quizá no pudiese continuar la pelea, quizá resultara seriamente perjudicado en esa pelea que, en realidad, para él no valía nada. ¿Quién podía aceptar que un boxeador gordo, desconocido, ignorante, prieto, aindiado, mugroso y pobre golpeara –ni pensemos en que llegara a noquearlo– al famoso Albert Too Tall Jones, al millonario, al negro triunfador, al amado por millones, al grandioso defensivo de los Dallas Cowboys que acumulaba récords impuestos en la historia de su equipo y era el mejor jugador defensivo de la Conferencia Nacional? No, imposible que Chebo golpeara al semidiós negro. Cuando se iba a reanudar el combate, el réferi hizo su parte, amonestó al Chebo; lo mandó a su esquina a que le secaran el agua, a que le pusieran más cinta adhesiva en los guantes, le anudaran las botas. A que le diera tiempo a Muy Alto para que se recuperase y lo malmatara a golpes. El descanso acabó durando unos ocho minutos. Chebo no protestó, su manejador tampoco. Aceptaban todo. Con su actitud aceptaban haber cometido una desmesurada estupidez: haber concebido la sospecha de suponer que podían imaginar... –no ganarle–... golpear (como Chebo lo golpeó) al divino Muy Alto Jones. Eusebio, Chebo, Hernández estaba asustado de lo que había hecho. Continuó por fin la pelea. Too Tall Jones se movía como un sonámbulo, parecía no tener tono muscular. Parecía no querer más pelea. El Chebo, un profesional, lo golpeó como nunca habían golpeado en su vida a Albert Too Tall Jones. Aunque no le dio más de diez golpes en la cabeza en total, pero sí le tundió fuertemente el estómago. Too Tall no tiraba golpes o lo hacía sin fuerza. No estaba bien el negro. Aquello no podía continuar. Fui con el comisionado:  
           –Señor, pare la pelea.  
           –Pero ¿por qué la voy a parar?  
           –Diga cualquier cosa, Chebo ha dado un golpe ilegal, lo que sea, pero párela. Si esto sigue así van a noquear al señor Demasiado Alto Yons. Y eso no le conviene ni a usted, ni a mí, ni al señor Yons y ni siquiera al Chebo Hernández. –El comisionado obedeció. Decretaron decisión técnica, como si Chebo hubiera golpeado a Too Tall Jones en los testículos y éste no hubiera podido continuar combatiendo. En el acta de reporte se estableció que había habido un golpe ilegal involuntario que impedía a Albert Jones continuar peleando y la decisión técnica según las puntuaciones de los jueces favorecían ampliamente a Albert Too Tall Jones. Era correcto. Era hasta justo. Era ilegal, claro. Pero nadie podía permitir que El Chebo cometiera la sacrílega victoria que, además, no le serviría para nada. Casi cualquier otro peleador de primer nivel podría vencerlo. Así terminó la función.  
           Don Muy Alto Jones se retiró del box. No volví a verlo. Un buen día se presentaron sus asesores en mi oficina, cancelaron los contratos legalmente y el negro tuvo la delicadeza de mandarme un cheque para indemnizarme con cinco mil dólares.  
           –Míster Jones dice que boxeo es no para él. Él no gusta de combate sin pretexto. Necesita una ovoide por combatir. –Fue la defectuosa explicación de uno de sus nuevos asesores y se retiraron rápidamente.  
           Muchos meses después, en el Paraíso de Cortés, un lupanar de medio pelo, me encontré a aquella muchacha, la masajista de don Muy Alto.  
           –¿Cuándo traes a otro boxeador negrote como aquel señor que vino a pelear aquí? –me dijo–. Tenía muchos dólares y era muy buena gente.  
           –Entonces ya no trabajas con él.  
           –Ay, no. Me propuso matrimonio. Pero hasta que ganara el campeonato mundial. Cuando le pegaron se desanimó. Me explicó después por qué; dijo que pelear con mexicanos era como hacer foqui-foqui con mexicanas. Que es divertido pero peligroso, dice que nadie pone tanto el corazón en lo que hace como nosotros. Y eso es lo peligroso para él. ¿Tú crees?  
     
     
     
     
     

 

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