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  Jorge Borja  
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     
 
 
 
 
 

17.Jul.19

 
 
 

 

 
 
 

De Elogio de las Cantinas, de Jorge Borja

 

 

Qué rudas son las crudas

 

 

 

Después de todo, los excesos también dan lecciones de filosofía. Beber es una suerte de dialéctica, en la que luego de acceder al glorioso templo de la euforia etílica, uno se despeña irremediablemente hacia el abismo de la infernal resaca. En ese estado cuerpo y alma se escinden y es posible contemplar en el espejo el rostro vivo de nuestro desconsuelo.

Lo saben los bebedores de cualquier época. Que hay por lo menos dos tipos de cruda: la moral y la física. Moral fue la que sufrió Noé después de que su hijo Cam lo encontró desnudo en plena borrachera –afirma la Biblia–, y por eso Noé lo maldijo nombrándolo siervo de sus hermanos. Física, la que le sobrevino a Alejandro Magno, por beber en honor de Hércules una noche en Babilonia,  y despertar al día siguiente con escalofríos, retortijones y vómitos. Aunque se dice que lo envenenaron, los que conocemos el horror de la verdadera cruda sabemos que falleció por el mal llamado síndrome de abstinencia o como lo entendemos los mexicanos, por una cruda mal curada.

Patriarcas y monarcas de todos los tiempos han experimentado y disfrazado esta enfermedad. La misma que los teporochos llevan a cuestas y exhiben sin ningún pudor. La goma, hangover o veisalgia, como quiera llamarse a este mismo demonio, ataca por igual en las penumbras del palacio que en la resolana de las banquetas. Sus síntomas nos emparejan sin importar el sexo, la edad o las clases sociales.

En las páginas de la literatura también deambulan decenas de estos cadáveres insepultos. Desde los tres marineros que el viejo Robert L. Stevenson retrata en su última novela Resaca, hasta el legendario cónsul inglés de Malcolm Lowry  en Bajo el volcán, pasando por el Pito Pérez de José Rubén Romero y el noctámbulo Hank de Bukowski. En la pintura hay incluso mujeres, como Suzanne Valadon, que en el óleo de Toulouse-Lautrec se encuentra sola, acodada en una mesa, con apenas el asiento de un vaso de tinto y media botella dispuesta. ¿En qué piensa? ¿En su vida de lavandera y trapecista? ¿O en su intento fallido de suicidio? Sólo podemos entender que en su gesto, contraído y triste, se cifra la pesadumbre del mundo.

Los describe minuciosamente Tony Aguilar en una melodía: “Se te arruga el corazón/ la cabeza te revienta/ das aliento de dragón/ se te quema la garganta.” Los poetiza con sabiduría Eusebio Ruvalcaba: “Esa gota que baja desde la parte más alta de tu cabeza/ Parece plomo líquido./ El ardor, en los intestinos, la náusea.” Por los perjuicios que ocasiona, el mexicano le ha compuesto un refrán que suele repetirse cada San Lunes: “¡Ay, Diosito si borracho te ofendí, en la cruda me sales debiendo!”

Mi hermano Toño, cantinero de abolengo, siempre fue un tipo duro, enemigo de la fácil compasión. Podría ver un discapacitado, digamos alguien en muletas o sin manos, una anciana o un niño en andrajos implorando la caridad pública, y esa escena apenas le hacía parpadear. En cambio cuando un teporocho o un amigo, o ambas cosas, aparecía con ojeras de desvelado y aliento sulfuroso, se conmovía hondamente para ofrecerle su inmediata solidaridad económica y moral. Mi hermano Eugenio, El Pichi, que de crudas lo sabía todo, escribió un poema que decía “¡Oh, madre, qué rudas son las crudas!/ a la cama yo me llevo una cerveza por las dudas.”. Es tan evidente la situación de vulnerabilidad y desamparo de quienes regresan de la juerga como si volvieran del país de los muertos, que el ingenio popular ha acuñado un dicho para distinguirlos: “No hay crudo que no sea humilde, ni pendejo sin portafolio”.

Para salir de este infierno, desde la antigüedad se han formulado cientos de remedios. En el Kitab al-Tabikh, libro árabe del siglo X, se asegura que un potaje de yogur fermentado, suero de leche, carne, verduras y especias puede regenerar el estómago después de la incontinencia alcohólica. En la medicina tradicional mexicana, a quienes sufren de la fiebre intestinal o “torzón”, causado por el abuso en las bebidas fermentadas, se les daba un preparado con rosa de Castilla y hierba del cáncer, además de aplicarles tres lavativas para limpiar y refrescarles los intestinos. Las abuelitas, ya en el trance de la desesperación de sus enfermos, les echaban un chorrito de alcohol en el ombligo.

En la actualidad, algunos fanáticos de la ciencia recomiendan consumir bebidas isotónicas y vitamina B6, así como aspirinas para el dolor de cabeza. Y en las grandes urbes, como la Ciudad de México, ya se ha implementado un servicio médico a domicilio para resucitar al pobre crudo.

Los viejos bebedores preferimos acudir a las cantinas como a una policlínica que lo mismo cura la tiricia que el soponcio. Y sabemos que para la resaca se debe seguir el viejo proverbio latino “Similia similibus curantor”, que se traduce al buen mexicano como “Veneno mata veneno”.

Así que los sabios cantineros, conocedores de su sedienta grey, desde hace muchos años recetan el remedio de acuerdo con los síntomas. Para quienes sufren de diarrea se recomienda una variante del Calimocho: vino tinto con sidral y tres gotitas de limón. A los que tienen dolor de cabeza por la deshidratación: Bull o Sangría. A quienes sienten calambres por falta de  potasio: Desarmador, Clamato o Bloody Mary. Al enfermo de torzón: Piedra o Negroni. Todo en dosis moderadas que permitan comer y dormir. Si ninguno de estos remedios hace efecto no queda  más que acudir al médico.

Lo único bueno de la cruda, como dice el Doctor Alfonso Montelongo, es que un día se acaba, y vuelve a salir el sol a prestarnos la energía necesaria para pedir la siguiente copa.

 

 

 
 
     
     
     
     
     
 
     

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