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8.Oct.15

 

La solidaridad

por Cristina de la Concha

 

 

... la que vivimos a raíz del temblor de 1985 imposible no recordarse en esta temporada. Esa solidaridad que nos hizo llorar, que nos removió en lo más profundo cuando Los Topos se hundieron en los escombros rescatando gente y Plácido Domingo rascar la tierra buscando a sus familiares y, luego, a desconocidos, quien este año estuvo en nuestro país en un concierto para conmemorar a los héroes de esa historia que se revive a la fuerza del dolor que cada 19 de septiembre pone de frente para decirnos de esta otra fuerza, lo que se logró: ayudar, salvar a quienes se pudo, la formación de ese grupo maravilloso, Los Topos, que ha colaborado en otros desastres, la prevención, la reflexión, mejores construcciones, simulacros, y lo que no se emite por obvio: amor, sentir amor a los demás, a uno mismo, a la Tierra, a nuestra Madre Tierra, nuestra casa, lograr percibirlo desde cada breve e insignificante acto de solidaridad, porque el amor lo tenemos pero para percibirlo parece que en general se requiere mantenerse diciendo “hey, aquí estoy”, con pequeños actos, con su impulso, sea que se alcancen o no, y que el plexo solar y el pecho se llenen de esa rica sensación que es amar a los otros. Sensación de la que no se habla en persona, como considerada cursi o falsa de reiterarla, la vemos, sí, en letreros aquí y allá, muy habitual en las redes sociales hoy día, en poesía, canciones, pero no al saludar a alguna amistad en una reunión o en la calle, “que el amor esté contigo”, ¿cómo nos oiríamos? nos sentiríamos extraños, ridículos o… fingidos, pensamos, quizás por la frecuencia con que se usa para engañar o el uso que le dieron hippies y rebeldes en los 60 y los 70, o porque da la imagen de “necesitado” o “acosador” o “perdedor” o “débil”.

Para mí, esta fecha ha sido de una tristeza muy grande, una depresión tan profunda, una sensación de oscura impotencia. En los años siguientes, cada vez que entraba en la ciudad de México de regreso de Tulancingo sentía al instante algo como una bruma gris que me envolvía y penetraba y era difícil de quitar, era la depresión de la gente en esta gran ciudad, la mía propia que ese privilegio de fines de semana me permitía distinguir por contraste, comprender que la gente lo estaba pasando, si a mí no me había afectado en nada el temblor, qué estarían sintiendo a los que sí. Ahí, el acto solidario fue como entrar en aguas sanadoras de ese dolor, aguas cristalinas que daban claridad al cuestionamiento de amar a los demás o no, cuándo, por qué.

La culpa surgió, claro. En mi caso, tuve la intención de ayudar pero ¿a dónde? ¿cómo? Me respondían “no vayas, ya hay gente allí” “sólo vas a estorbar” “¿tú qué vas a hacer?” y “¿tú vas a cavar?” fue de lo más risible para quienes lo escucharon… uuuff –en una ocasión, había usado una pala no sin enorme esfuerzo–, la intención no se armaba ante estos planteamientos, y no niego la culpa, ¿dónde estaba mi capacidad de resolución, de decisión, la iniciativa?, ¡yo podía hacer otras cosas!, no precisamente cavar, y no tomé la decisión. Feliz hubiera intercambiado la culpa por esa rica sensación de amar a los otros.

Fue triste que se redujera el apoyo con ese argumento. Cuando alguien se negó a dar una cooperación justificándose con el argumento de que los que ayudaban lo hacían porque se sentían culpables, me pregunté: ¿no ayuda porque realmente no tiene o para no admitir esa culpa o para que los demás crean que no se siente culpable? Esto fue lo más decepcionante de lo humano que descubrí en aquella época: no ayudar, no solidarizarse por no provocar que otros creyeran que se es culpable, y en demasiados germinó esa idea de “lo correcto”.

Por fortuna, prevaleció la de solidaridad por largo tiempo. No obstante, de algún recoveco tenebroso, emergió el individualismo, que no se dejó enterrar por la solidaridad y aquí lo tenemos, fue creciendo fuerte y sano y extendiéndose a zancadas en nuestro país para dar cabida al neoliberalismo y al apego a frases como “ráscate con tus propias uñas” y peores, “ráscame y tú ráscate con tus propias uñas”, en que todo se compra y todo se vende, y que ahora están brindando sus frutos, que si no fuera así, la situación actual sería otra.

En mi trabajo cultural gratuito, he oído comentarios como “eso no es trabajo, eso son vacaciones”, sí, claro, porque yo ¡lo disfruto enormemente!, incluso prefiero estar en una actividad cultural que irme de vacaciones, ¿que es por culpa?, mmm, quizás, no lo sé, tendría que analizarlo pero en realidad, qué me importa si da satisfacciones inmensurables; si esto es bueno por todos sus lados, ¿por qué no? Pero la connotación que estas personas buscan darle al hecho es la de que dedico mucho a no trabajar, de que es “mucha perdedera” de tiempo en “tonterías”, de que no soy una persona que contribuya al país, que no aporto al crecimiento –crecimiento que está en cuestionamiento, porque quiero saber qué van a hacer cuando ya no haya para dónde crecer, un día se va a acabar, hablando en los términos que ellas aluden, los económicos– cuando arte y cultura son herramientas esenciales para el crecimiento y no han sido suficientes ni eficaces –¡qué contradictorios!–, ni, asimismo, para el “otro” crecimiento, el que no está presente con el neoliberalismo por incompatibles: el del cuidado de la Madre Tierra, de la ecología y de la humanidad. Estos comentarios no son nada alentadores, obviamente los omito, sólo sé que si ellos conocieran estas aguas cristalinas, si tan sólo pudieran vivirlas plenamente por una sola ocasión, jamás dejarían de practicar la solidaridad por un bien, y eso les deseo, que las conozcan.

Un suceso importante en mi vida, de los que me han hecho aprender, fue cuando, un domingo en que salía la gente de misa de siete de la Catedral y mis hermanos pequeños y yo paseábamos con mi madre, mi tía y una prima, en un Plymouth azul, éste emitió un trueno como una bomba en una llamarada ante a nosotros. En la noche alumbrada por luces multicolores y la algarabía del día de asueto, pasábamos precisamente frente a las rejas altas gariboleadas del atrio, y, apenas un segundo antes, habíamos rebasado la puerta por donde salían los feligreses. Nos quedamos pasmadas, yo en realidad no sabía si espantarme o no, habré tenido unos siete años y mis hermanos, cinco y tres. Mi madre que conducía, estaba estupefacta, no sabía qué hacer, pero reaccionó en unos instantes, se dirigió a mi tía quien nos extrajo del auto con rapidez, y descendió pidiendo auxilio pero nadie respondió. Los transeúntes se arremolinaban alrededor, inmovilizados miraban. Mi mamá, ante las llamas que aumentaban, suplicaba que alguien hiciera algo. Un hombre de baja estatura y regordete, negó con la cabeza. De pronto, un joven salió de entre la gente y se quitó su chamarra con la que hizo esfuerzos blandiéndola sobre el fuego que había crecido cubriendo el cofre del auto. De unos dieciséis o diecisiete, el joven gritó “¡ayuden!”, otros jóvenes se acercaron. Entonces, se oyó una voz: “¡hay que sacarlo de aquí!” “¡Quítense, esto podría explotar!”. Nos llevó, a mí mi prima sujetándome de la mano y del brazo, y a mis hermanos mi tía, con uno cargando y el otro a abrazo completo. La gente se percató del riesgo y se movía ya a un lado. Mi madre fue de prisa a buscar un teléfono para avisarle a mi padre. Unos se pusieron a empujar, luego más se unieron, alguien conducía el volante con medio torso dentro y las piernas apresuradas, mientras ya una muchedumbre con manos y cuerpos sacaban el Plymouth del área a toda velocidad. La solidaridad personificada eliminaba el peligro de su pueblo. Unas cuadras adelante, el fuego se extinguió, y ese joven de nombre Aurelio fue el héroe de esos tres niños.

En la inundación del 99 en Tulancingo, mi hermano el mayor, corrió por su camión y se metió en el agua a sacar gente, cosas, llevar víveres, cobijas, rescatar a mis padres, a ir de aquí para allá ayudando a quien podía hasta que su vehículo, en profundidades de metro y medio de ríos por las calles, se detuvo y ya no funcionó. Ay, pero yo –resguardada en el D.F.– me sentí tan orgullosa, tan inflamada de esa emulsión cristalina, que agradecí que estuviera él allá y tantos otros.

Ya entrados en el tema, imposible no mencionar a Pedro Gutiérrez, el buen Pedrito y su solidaridad, su amistad grande, muy querido, por su sonrisa, su humor, te daba, te abrazaba, te ayudaba, con una enorme, sorprendente y admirabilísima capacidad de desprendimiento, nadie como él, frases que se multiplican en Tulancingo con su ausencia, un ser inolvidable, recordable siempre, que con seguridad conocía perfectamente esas aguas claras. Podría hacer una larga lista de amistades y conocidos que con su solidaridad y compañerismo me han sorprendido, me han enseñado, me han hecho reflexionar: Julio Torri-C, Guillermo Martínez, su esposa, y no me alcanzaría el texto.

Pero esa actitud maravillosa fue dejada de lado por unos, por bastantes para asumirse neoliberales y traducirlo todo en dinero y centavos; la opción por el modo individualista se debe en general a que la persona se topa con la falta de agradecimiento, las decepciones, los egoísmos de los demás, porque es complejo manejar la decepción. Creo que las decepciones deben colocarse en su lugar, no alimentarlas, sino con una balanza determinar qué es mejor, la decepción o la solidaridad; por muy pesada que sea, la primera jamás superará la satisfacción por un bien realizado simplemente porque es como medir cianuro contra oxígeno en términos de vida, necesitamos oxígeno para vivir, necesitamos amor para vivir; decepciones no, necesitamos salud, y las decepciones no dan salud, la alegría de la solidaridad da salud, convierte la acidez en alcalinidad en el organismo y nos hace saludables, nos da aguas cristalinas. ¡La misma naturaleza nos lo está diciendo!

La solidaridad es irremediable en la humanidad, es lo que, a final de cuentas, ha mantenido al mundo.

La historia nos da cuenta de la increíble suerte que corrieron los negros de la goleta “Amistad”, procedentes de Sierra Leona en calidad de esclavos, que, tras una serie de conflictos, en 1839, navegaron hasta Estados Unidos donde fueran acusados de asesinato y piratería y John Queency Adams los defendió en un juicio que los declaró hombres libres; como fuere, Adams fue solidario cuando ya estaba retirado. En la 2ª Guerra Mundial, la gente de que nos relatan numerosas anécdotas, era solidaria sin mirar si eran académicos o profesionales u obreros o simples empleados; se trataba de ser solidario “como va” –muy recurrida frase ahora en México–, y la solidaridad “va” porque va, si no, dónde estaríamos. O qué hubiera sido de los niños judíos que llevó Marcel Marceau por los Alpes hacia Suiza, o de los judíos que salvó Oskar Schindler en su fábrica, si él no hubiera existido o no se le hubiera ocurrido; un hecho muy famoso, lo que era una aventura de negocios para él se convirtió en el vicio de aguas claras. O de la resistencia francesa si se hubieran puesto “sus moños” alegando “no, fulanito no porque su abuelo fue alemán” o “no porque van a decir que es “amiguismo””, porque cuando se está en guerra, no hay de otra, y sí hubo traiciones, infiltrados, “dobles agentes”, sin embargo, la solidaridad ha sido innegable y se la han jugado, la humanidad se la tiene que jugar cuando la subsistencia llama.

Hubo una Guerra Fría y la conclusión fue el amor a la vida, después de avatares y sinsentidos, de enfrentamientos velados, trampas, malos entendidos, orgullos, discursos, honores, respetos, la solidaridad con la vida tenía que hacer su papel, eso es lo que debería de estar sucediendo ahora, si ya se experimentó, ya se aprendió.

Y retomo lo dicho en otras ocasiones, basado en las palabras del Dalai Lama de “si no perdonas por amor, perdona por egoísmo”, para expresar: “si no eres solidario por amor, sélo por egoísmo, sé solidario con el bien por egoísmo”, pues ahí hay una fuente de vida.

 

 

   
                 

 

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