UNA ANTOLOGÍA QUE DEJA HUELLA

 

Eduardo Mitre, Nupcias y Urnas, Catorce Poetas de Bélgica, ediciones El Tucán de Virginia, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Ministerio de Cultura de la Comunidad Francesa de Bélgica, Ilustración: Kathleen Clement, Iris de María (detalle), editores Víctor Manuel Mendiola y Luis Soto, prólogo de Eduardo Mitre.

 

 

El trabajo de Eduardo Mitre mueve a pensar lo que es y para qué sirve una antología, ese reto literario que ahora tantos tienen o emprenden sin reparar en lo que realmente es o para qué sirve: una antología es una colección de textos literarios que solicita la magia de la repetición. Los textos esperan que alguien los lea, y lo que debe mantener en alto un antologador es que se trate de textos que merezcan el beneficio de la repetición.

La poesía es aún más implacable que sus hermanos y a diferencia de los otros géneros no se sabe estar quieta; he definido al poema como un mecanismo reproductible y es cierto. Nadie ve un poema como algo que le interese leer una sola vez porque lo recomienda el Presidente o el dueño de la televisora y nadie  vuelva a recordar. Un poema es un todo reproductible que la gente va a recordar primero miles de veces, y después millones. Ya si se arriesga toda la orquesta en su reproducción, no diríamos tan sólo recordar, diríamos recitar, y si no, por lo menos, citar. Antologar es ver un poema así; como algo citable, diríamos memorable. Esto no debe olvidarlo el antologador, incluso sacrificar ciertos poemas en que la solución de continuidad existe, para beneficio de los lerdos, es decir: el poema se entiende perfectamente, a carta cabal como si fuera un cuento, o peor aún, una anécdota con inicio desarrollo, desenlace y hasta moraleja (no asusta a nadie) pero que no tiene lo citable, lo memorable, aquello que muchas veces se dice en pocas palabras.

Generalmente el poeta es el culpable porque deja aislado un verso que vale la pena y, por concluir la estrofa, por arreglarlo como poema, lo redondea mal o lo echa a perder. Ahora sí que lo manda a la guerra “sin armas” y la poesía está llena de esto. A nadie debe espantarle, precisamente lo raro, es no caer en ello, y así lo reconoce quien menos se imaginan: Julio Cortázar, hablando de quien menos se imaginan: del antólogo que nos ocupa, al ponderar el valor de su obra en tanto poeta, que vaya si la tiene: “No es frecuente un libro, dice Cortázar, en el que cada poema constituye una entidad, algo así como una estrella que luego, con los otros poemas, darán la constelación del poeta”. Tampoco es frecuente esto en las antologías, donde también existe el extremo opuesto: el fragmentarismo. El peligro de usar una cita o traerla a cuenta arrancándola de su contexto. El equilibrio entre ambos extremos (oh equilibrio, donde se balancea toda caída) es una de esas raras virtudes de trapecio que debe de tener un antologador, como campea en esta selección de piezas de catorce poetas de Bélgica, cerca de los comienzos del siglo XXI, y cuando lo podemos saber es hoy, a esta distancia, como se saben las cosas que se quieren saber en realidad, en las que necesariamente debe haber una determinada perspectiva histórica, no está dicho todo en el momento mismo de su producción cuando priva el fragor o el alboroto que acaban de incendiar, sino con el reposo del buen juicio. Y es así como juzgan los verdaderos jueces las antologías, pasado ya algún tiempo, no en el instante mismo de su producción como si se tratara de una rola y ver cuánta lana deja a sus intérpretes o magnificadores.

Fue un acierto de las ediciones el Tucán de Virginia, difundir en aquellos momentos en que ya se fraguaba el estertor del siglo XX y apresuraba su paso el XXI, el impecable trabajo de Eduardo Mitre, al que él ni siquiera llamó antología sino con toda modestia, “selección y traducción”. ¡Pero qué selección, y qué traducción! Si el poema es algo que nos dice qué esperar de la espera, la antología es algo que comparte esta magia: algo de cofre nuevo, de caja fuerte o arca del tesoro hecha para beneficio de un lector que volverá, sin duda, volverá al sitio que “guarda, para él, el secreto del regreso”.

He parafraseado en este último párrafo, al poeta reseñado: Pierre Yves-Soucy, para quien la existencia es eso mismo, “nada sino el desorden que tallar”, desenlace de círculos, paciencia de abrirlos, hambre de las formas secretas del tiempo, murmullos que se esperan nombrar, paso de inocencia amurallada (en que) aprendemos solos a alejarnos.

¡Cuánto me hace pensar en que conviene al poeta asirse de una noción general de para él (ella) qué es la vida en realidad, es decir, ¡hacerse a como dé lugar de una cosmovisión o weltanschaung, así sea para no hacer el ridículo! La poesía es algo que se aprende sin maestro, pero cuando se adquiere, los demás perciben que los maestros hicieron lo suyo y estuvieron a tiempo, de ahí que se considere al poeta mismo un maestro en todas las culturas vivas. El poeta es entonces, con Soucy, ese ser que sacude el polvo de viejos calendarios para advertir la sombra del sueño que se expande en finas polvaredas…y en el aliento, “una red transparente, enlazada al sueño”.

Poeta es aquel que nos dice cómo o con qué se toma el paisaje, simplemente porque así se ve: “rodillas golpeadas baten el día”. (Soucy) Aquel que dice: bienvenido el final del día; posee “esa perfección que admiramos en un fuego que muere”. (Jacqmin). Donde mejor califica, es en la nieve, “ese interminable lugar” que a los poetas permite reducir la distancia entre la blancura y la blancura. Y que encierra también a la mirada: alma en pasado, pues como expresa Jacqmin en el Libro de la nieve:   “Mirándola, el alma se sabía mirada”. Estamos aquí para el viaje de la mirada, define Tessa, aquí donde el cercano verde se hace sagrado Es la propia mirada que reconquista su reino: “mirada de la evidencia/ hasta nosotros” (Verhesen) Es así que dirá también Lambersy: “La desnudez comienza por la pura mirada”. Mirada que nos ve a través de la cual, vemos los signos que se ciernen entre la boca y el abismo. En esta antología nadie la ve tan bien como André Schmitz cuando distingue: “Entre millares de miradas un par de ojos frágiles/ que revelan a Dios en abundancia”, sea que lo encontremos (con él) “en una mañana proveedora de un absoluto en migajas” en el olor matinal de la cocina “con la promesa del desayuno”, o en los cuchillos sobre las mesas, cuando descansan después de haber trabajado la carne de la comida y de los pensamientos en ella.

Decimos que hay Mirada en un poeta, por el modo en que mira a la palabra. Mirada a mirada uno recorre la página, viendo cada palabra que es lo que hace decir a Verhesen: “Palabra a palabra, doy la palabra al poema”. Alma y lenguaje: “El alma entre los dientes/ hace rabiar sus pequeñas pieles”. (Lambersy: él mira al alma “como la desempleada del cuerpo”. Lenguaje y sexo: En un lenguaje secreto de marea, la palabra mira al sexo: “A las caricias que convocas/ responde el presente de tu sexo” (Verhesen). Todo está en el milagro de la atención. Por eso el propio Mitre como poeta más allá de la antología admite: “Hay un cuerpo que nos despierta/ al milagro del cuerpo”. Eros y Tánatos: “elijo el momento/más inquietante/ para moverme al centro/ de este sexo que late/ sofocando al mundo/ entre dos labios rojos”. (Carl Norac). El potencial transgresor de la poesía es el categorema que consigna el autor citado en último término en su opúsculo El mantenimiento del desorden: “Me aproximo, ella se levanta y libera sus manos como si me tomase a distancia. Un instante balancea mi deseo en sus caderas. Luego, sin la menor ruptura, me ignora”. Con Jacqmin alberga el otoño una prudente sabiduría erótica: “Escucho al árbol exaltar/ la economía de la expresión”. En tanto que “tu cuerpo es una frase” dice François Delcarte, y en ese cuerpo “aprendo a nombrarme”, justo Reinado de quien establece: “Tengo el mañana en la piel”. Es luz propia de la antología ese poder decir con Frans de Haes: “Toda mujer tiene dos rostros: el que se ruboriza, y el que se niega”.

Siguiendo la verdad de las piedras extrañas”, -piedra que se levanta y piedra que se derrumba –dice Jones-,  da Cliff, ese cantor de la tristeza del desierto de Arabia,  con el refugio que cobijó a Cavafis en sus últimos días,  en la miseria con el Árabe, un servidor que vivió cerca de él hasta su muerte, “cuando el cáncer royó su faringe y lo mató”. Estamos en el número cuatro segundo piso de la calle Sharm-el-Sheik, de la Pensión Amir donde “viven árabes de a dos o tres en cada cuarto/ entre las camas un mechero donde ser hierve el agua/ del té para los extranjeros que vienen/ a ver dónde vivió/ uno de los más grandes poetas de este siglo”.

Algo se tiende entre los seres vivos, una asombrosa complicidad plasmada en los bestiarios medievales, y renovada en todas las edades. Aquí captado en el pulpo, ese animal que cada uno lleva: “trampa de inatención” que pocos dominan (dirá Jones), algo tal vez análogo a lo que dijo Genet en Nuestra señora de las flores: “No nos asombremos, que así nos asombraremos más”. Jacqmin, con el secreto de lo nocturno (para quien la noche es el reparo de la cristalería), pregunta en su infalible Libro de la nieve: “¿En qué se puede convertir este todo que evita el todo?/ ¿Será una revelación/ ignorar lo que se debe a la ignorancia?// A veces, de noche,/ un ave canta y no se entiende./ En ese instante,/el pensamiento obedece, es decir, se abstiene./ Luego deviene otra vez pensamiento.” A este tenor dice Meurant: “Como la nieve/ borra// bórrate/ y guarda el secreto”.

De la vida como de la poesía, sabemos, dice Soucy que “es necesario romperla para seguir en ella”, y sólo así hacerla habitable a través de la poesía, un conjunto de voces que hacen sentido en el misterio, puente colgante entre silencios (“he colgado guirnaldas de ventana a ventana –diría Rimbaud- y canto”). De igual manera establece Norac nacido en 1960: “Habrá que tender un canto entre estos dos silencios”.

El poeta, con André Schmitz, es el viejo triturador de palabras: “La mujer que no cesa de traerlo al mundo/ la muerte que no lo deja ni un paso/ y las palabras trituradas que amarillean entre sus dientes”. Todas para decir, -ojo, nihilistas- que nunca, nunca, nunca es del todo noche, por más que, siguiendo a Lambersy: “En las venas/ hace noche”. Pase lo que pase aquí estaremos al igual que Moisés administrando esas “peligrosas paciencias de la maleza” que arde sin consumirse, y un olor de mar muerto se desliza; la tempestad presenta la expresión de su rabia. Hasta llegar por fin a la poesía, secreta compañera a quien no podemos ver sino de espaldas, para admirarla, para inducirla o poseerla en el amanecer de un día cualquiera. Poemas que toman su valor de la categoría de la solución de continuidad, son, entre otros, “Nunca es del todo noche”, “Los muertos nos ruegan” (Schmitz), o “En el temblor del soplo”, un canto al padre muerto, de Francis Tessa.

De las ediciones de El Tucán de Virginia resalto esta preciosa antología donde Mimy Kinet  construye su casa alrededor del poema, sus ojos se consumen a medida que la palabra crece, mas para entonces ya no ve su cuerpo, sino recuerda que se es forzosamente triste cuando uno se reúne con su inocencia, y que la llave que le dejaron al lenguaje no abre sino ausencias  pero Dios le ha encargado un informe sobre los deseos de sus semejantes: “Te concedo… el poder de viajar por sus pensamientos más secretos”. Así es como llega a la pequeña hijita que ya no juega con la muñeca, sino ahora espera un niño más grande que ella.

Termino acariciando esta noche lluviosa de verano, con la frase de Mimy: “No hagas tanta sombra con las palabras: Ya tienen bastante”. Y de todas las sombras yo rescato aquella que corresponde a un alma impar, de quien supo atender a estos poemas y advertir sus huellas, con una antología que deja huella: Eduardo Mitre, poseedor de esa auténtica “sabiduría estética” que le atribuye el crítico Juan Quirós, con que ha debido engalanar las páginas de Vuelta y Letras Libres, antólogo y poeta él mismo de quien Guillermo Sucre ha comentado que tiene el vicio de Barthés:  “querer ver la palabra, figurar su cuerpo, su materialidad” y que hoy se erige aquí como único capaz de concluir: “Como mi sombra, mi alma es impar”.