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24.Mar.15

 
 

 

         
  Carlos Santibáñez Andonegui

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     

PELLICER LLEGA CON LA PRIMAVERA

 

Por: Carlos Santibáñez Andonegui

(A mis alumnos del 11º. Diplomado del Villaurrutia)

 

 

Año tras año, al venir primavera, ella me trae a Carlos Pellicer: “Ser flor es ser un poco de colores con brisa”. Ahí está dicho todo. El espíritu existe y se lleva algo de aquí, he ahí el fenómeno (¡oh Hegel!).

Como quería Rilke: “Somos las abejas de lo invisible, y libamos el néctar de lo real”. Ocurre sobre todo en el aire. Lo poético es etéreo, aéreo. Pellicer en “Vuelo de voces”, define a la mariposa como flor de aire que “peina el área de la rosa”. Ya consignaba Sigüenza y Góngora: “la inmortal primavera de una rosa”. Y unos 300 años después, Pellicer: “Todo es así: mariposa/ cuando se vive en el aire”. Transmutado en “Retórica del paisaje”, se nos da entero: “La prodigiosa juventud del aire/ convida a estar desnudo”.

Como le reconoce a Mauricio Magdaleno: “Los paisajes están en un solo acto./ El aire es siempre exacto”. No es tanto el vibrar de la naturaleza, sino de lo que el espíritu encuentra a su paso por ella, al perderse en el viento sobre el trueno del mar como quería Darío. Es la risa invaluable de la selva. Es en “Esquemas para una Oda Tropical”, el momento sin par en que sentimos que la selva tiene ya en su poder una sonrisa. Esa sonrisa la hace el espíritu. Lo que importa a él es vibrar, llevarse algo que vibra lejos muy lejos, adonde está la Virgen de la Soledad o donde lleva la tarde su cuaderno de épocas: voces hay que llevar, nos dirigimos a llegaderías de voces que vuelan. “Sólo en las voces que vuelan/ lleva alas el corazón./ Llévalas de aquí que son/ únicas voces que vuelan”. De un modo u otro “¡El mar, y siempre el mar!”, el agua a cualquier precio se deja acariciar. Esto que busca Pellicer coincide con la entrada de la primavera, momento justo en que lo humano dice a lo natural, lo que él esgrime a su juventud en Horas de Junio: “Te poseo total”, el espíritu se lleva de este mundo la pulpa por encima de las contradicciones, sólo entonces podrá decir que cumplió, se volvió Sol desnudo que se echa al río/ y en la próxima curva de su historia…/ buscó la orilla íntima que da la primavera”.

La primavera dice:

“¿Qué es eso de Xochimilco?”

Ella no sabe que allí tiene

parientes

y un poema infinito.

 

 Desde principios de los años veinte Pellicer perseguía : “Días medidos/ con la cintura de la Primavera”. En “Sonetos todo un día”, el árbol le pregunta: ¿Hermano, cómo puedes sembrar la primavera?” En otra parte “Venus ha nacido y la primavera danza frente a ella”. Lo natural del poeta no es tan solo volver a lo natural, “la naturaleza es un proyecto aceptable”, (dice en Suite Brasileira) incluso el deterioro humano o natural podrá llegar (cae el verde en la trampa de los grises) y por eso es que “abajo, en el fondo del mundo,/ la tinta del poema se ha empezado a borrar”. Lo que no hay que borrar es la emoción de buscar algo para llevar, algo en mi sangre viaja con voz de clorofila,  (“yo no sé, pero hay algo en la tarde”, escribe en Elegía). Y ese algo vibra, se lleva, se transmite. “El trópico entrañable/ sostiene en carne viva la belleza/ de Dios”. Tal es la intensidad de la poesía de Pellicer. Transmite. “Cuando el nopal florece hay un ligero aumento de luz”. Es decir, al fenómeno de estar viviendo sólo puede corresponderle cabalmente el fenómeno de estar transmitiendo. Sale hacia un siglo XX en el que se amontona la tecnología y “abajo, la ciudad arterialmente/ bebe la gasolina”. Desde ahí nos proclama en el poema “Grupos de Figuras”, dedicado a Genaro Estrada: “La tarde en automóvil detuve sobre el puente”. En otro episodio poético, Desde la sombra eléctrica del aeroplano Pellicer salva lo humano, anticipando el reto que tendría nuestra época en el vacío de la interconexión:

-Soy un poco de sol desnudo

libre de los pies y de las manos.

Estoy, solamente,

Estoy, nada más.

¡Y luego el sol! (Poeta, mira al Sol…), el sol del que el poeta quería ser su ayudante: el ayudante de campo del sol, el Sol por quien arde en “Deseos” ante su amigo Novo: “Trópico, para qué me diste/ las manos llenas de color./ Todo lo que yo toque/ se llenará de sol”. El sol a quien llama franciscanamente: “Hermano Sol” y esgrime en uno de los instantes poéticos más bellos del mundo que se ha pintado ya en las bardas de nuestro México (lo vi en La Paz, Baja California): “Hermano Sol, cuando te plazca, vamos/ a colocar la tarde donde quieras”. Grita en “Flora solar”: “En cada uno de mis poros,/ el Sol”. Versos por los que uno se siente orgulloso, no ya de ser poeta sino de ser humano y poder transmitir el amor como lo hizo el poeta cautivador que además recetaba: “¡A cuánto amor el corazón obliga!”. ¡Que reto había de ser el de alcanzarlo a él en el amor! Hubo quien lo logró en su juventud. Lo sabe Dios y un día lo sabrá el mundo, cuando él se concentraba “en la escenografía de las quietudes”. Fue amado, el sol acarició su faz. Luego confesará: “Doré ritmos que a veces suelo olvidar”. Esto se realizó yendo de viaje. Fue en ese tiempo cuando le hizo una broma al sol de París: “Has dejado en ridículo a los vidrieros góticos;/ nace otra vez y ensaya a brillar". Lo declaró: “Di órdenes a todos los reflejos”. En su hora de cantar que fue su hora de amar que es y será siempre la Hora de Junio, dice nuestro Carlos: “…Canto en mí el principio de mi canto/ y llego hasta mis labios/ y soy mío:” Bien consentido, bien abrazado en plena juventud por un amor en el que se juntaron las orillas de la belleza y el poder, nunca, jamás deseó ser “la estrellita”. Ante la noche que hizo temblar al ser amado reconoció: “El abismo creció por conocerte”. Por el contrario, conocerlo como lo conocí yo, ya en cierta edad, infundía algo inusual y que uno entendía podía ser peligroso, algo así como un resto de ternura, algo como el instante en que él reconocía (porque además él así era, él no era para nada el “perfume”) de que a su corazón flaco y hediondo, lo abastecía la fealdad de un sapo. ¿Verdad que era imposible olvidarlo, desentenderse de él y más cuando uno tiene 17 años? Lean por favor:

Muevo mi corazón flaco y hediondo

Y la fealdad de un sapo lo abastece.

El infeliz ignora que amanece

y en ese ojo nublado bien me escondo.

 

Empieza a atardecer y el horizonte

Sacude entre relámpagos el monte.

Acaso lloverá y el pozo crezca

 

y se derrame y ruede por el suelo.

Sabrá lo que es la luz y así le ofrezca

Cubrir la tierra por beberse el cielo.

 

Es que al poeta Pellicer le pasó algo, un accidente que todos ignoraron, lo narra en el poema: “He olvidado mi nombre”: “La desnudez del sueño está dormida/ sobre los nombres íntimos de lo que fue una flor…  He perdido mi nombre./ ¿En qué jirón de bosque habrá quedado?/ ¿Qué corazón del río lo tendrá como un pez/ sano y salvo?” Ahora el poeta sufre y se pregunta: “¿Qué hará mi nombre,/ en dónde habrá quedado?/… ¿En manos de qué algo habrá quedado?” Ay, yo diría que era como el caso del vate García Lorca, que antes de ser cegado por saber demasiado declaraba: “Entre los juncos y la baja tarde/ qué raro que me llame Federico”. Mas nuestro Pellicer sonriente murmuraba: “Todo será posible menos llamarse Carlos”.

Ahí es donde hay que situarse para arrancar. En nuestro nuevo nombre, con la poesía hay que ir por él adonde se halla el “pozo del patio/ convertido en telescopio del Sol/ y el agua hasta el pecho/ y el baño que nada con su brazo de color/ y el color que pide auxilio/ porque se lo está llevando el Sol./ Y el sol que cumple sobre mi cuerpo/ su antigua juventud universal/ poblada de primaveras seculares/ donde un lodo juvenil y patriarcal/ sonríe para siempre la fiesta de la tierra… dado al Sol en la sombra de una palabra eterna”. Es de ahí de donde hay que partir “desnudos de agua,/ inocentemente audaces,/ hirvientes de Sol”. De donde hay que arrancar sin miedo al aire, al “fabuloso juego de los aires”. El secreto de su formidable Práctica de vuelo, es que es no sólo un título de su producción poética sino una profesión de fe. Volamos, todo el que vive vuela, leer a Pellicer es volar un rato con él. Lo mejor de su alegría (dice Zaid que la poesía de Pellicer es como “ponerle casa a la alegría”) (1) está en el vuelo que la anima y la sostiene. Desarrolla un categorema poco frecuente y alto: la perspectiva aérea. Algo para vivirse desde el avión, o el poema. La perspectiva aérea se da cuando de pronto irrumpe un cierto “ímpetu de ala” en el poema.

Desde el avión,

la orquesta panorámica de Río de Janeiro

se escucha en mi corazón.

Cuando se reconoce la fórmula, se está ante el estilo. El estilo no es sino repetición de la forma. Y la forma que asume para vivir la poesía es la de las alturas. En “Grupos de Palomas” habla de un “plan de vuelos”. Pellicer no se queda en las palabras. Sale, se determina a transmitir. Su canto es el del Usumacinta, donde con un cuchillo de luz entre los dientes, el agua brota. Está colocado adrede y, desde ahí nos dice cómo son las cosas: “En mí se han amado las fuerzas de origen:/ el fuego y el aire, la tierra y el mar./ Y este es el canto del Usumacinta/ que viene de muy allá/ y al que acompañan, desde hace siglos, dando la vida,/ el Lakantún y el Lakanjá./ ¡Ay, las hermosas palabras,/ que si se van, que no se irán”. De la ciudad ya antes había dicho: “La ciudad es un libro deshojado./El aire está en soprano ligero”. Lo propio del poeta es creer que la energía se recompone nocturnalmente. En su “Nocturno” Pellicer se adelanta al clamor de la filosofía posmoderna: “Esta obligada prisa que inexorablemente/ quiere entregarme el mundo con un dato pequeño./ ¡Este mirar urgente y esta voz por cada sueño!/ ¡Para un joven que sabe morir por cada sueño!/ No tengo tiempo de mirar las cosas,/ casi las adivino.”

Sí, así era él. Aun me parece verlo como quien adivina cerrando los ojos, no a medias, sino serenamente, en la preciosa sala de su casa de calle Sierra Nevada en lo alto del D.F., las legendarias Lomas de Chapultepec. Subiendo esa escalera que había en su biblioteca para mostrarme una primera edición de un simbolista, que se creyó poeta maldito. No hay poetas malditos, los únicos malditos son los políticos, los vende patrias, solía decir. El poeta es “un joven que sabe morir por cada sueño”, que quizá cambie al mundo pero siempre vibrando, desde un destino luminoso y manso: el poema:

 

Vivo en doradas márgenes; ignoro el central gozo

de las cosas. Desdoblo siglos de oro en mi ser.

Y acelerando rachas –quilla o ala de oro-,

repongo el dulce tiempo que nunca ha de tener.

 

Será impasible su camino, como el Usumacinta, ya está trazado, en el fondo él lo sabe, va perfilado: “Toma la vida la postura/ de un gran camino horizontal,/ donde perderse es llegar siempre/ a la línea ambulante de nuestra bien construida soledad./ Hermoso mar que viene de tan cerca/ y nunca acaba de llegar”.

Era muy duro al referirse a la soledad. Con orgullo contaba haber estado preso por homosexual.

 

Que se cierre esa puerta

que no me deja estar a solas con tus besos…

Esa puerta por donde

la cal azul de los pilares entra

a mirar como niños maliciosos

la timidez de nuestras dos caricias

que no se dan, porque la puerta, abierta…

 

 

Tú eres más que mi tacto porque en mí

tu caricia acaricias y desbordas.

Y así toco en mi cuerpo la delicia

de tus manos quemadas por las mías.

 

Yo solamente soy el vivo espejo

de tus sentidos. La fidelidad

del lago en la garganta del volcán.

….

Sé de la noche esbelta y tan desnuda

que nuestros cuerpos eran uno solo.

Sé del silencio ante la gente oscura,

de callar este amor que es de otro modo.

 

Puédale a quien le pueda, hónrele a quien le honre, Pellicer sintió a la mujer y al hombre. A Pellicer podríamos sintetizarlo en su verso: “Amar. Toda la vida en llamas”. Se enamoró de ambos géneros, que es una forma casi imperceptible de correr un riesgo, el de quedarse solo cuando, dicho en términos prosaicos, se queda mal con unos y con otras. Si no se encuentra alguien capaz de entender esto como un orgullo y no como un fracaso, el bisexual se ancla en un presente histórico en que aparece como protagonista una sucia perdedora: la soledad.

Un mar sin honra y sin piratería,

Excelsitudes de un azul cualquiera

Y esta barca sin remos que es la mía.

 

Así sentenció él: “En una mano tengo el mar de noche/ en otra mano tengo el mar de día”. Pero lo que lo acosa es “la angustia de estar solo un solo día”, admitirá ante su amigo Xavier Villaurrutia el más atrabiliario de los Contemporáneos.

Algo triste en la historia de las abstenciones: una alegría triste semejante a “esos días en los que nada ocurre/ y está toda la casa/ inútilmente iluminada”. (“Canto destruido”). El hombre cuyo destino es la soledad, establece a partir del Discurso de las Flores: “Quiero que nadie sepa que estoy enamorado,/ De esto entienden y escuchan solamente las flores”.

Así que habrá que sacudir del Estudio la “angustia montañosa de la nada”… En el poema “Paisaje” nos confiesa en tono íntimo: “La soledad está pensando/ junto a la ventana”. Nada mejor entonces que alguien en quien creer. Un verdadero héroe; ese alguien, para él, fue Bolívar. Por él le habla de frente a América Latina: “todo está en ti vivo y actual en tu cabeza y en tu corazón. / Vives al día en toda cuestión humana;/ todas las civilizaciones están aún en ti”. Entonces se dedica a transmitir todo esto. En el poema a Germán Arciniegas en Bogotá va otra vez por la América: “Te conozco toda:/ mi corazón ha sido como una alcancía/ en la que he echado tus ciudades/ como la moneda de todos los días”. A partir de ahí va solamente a transmitir, a no quedarse con una primera, elemental lectura de las cosas. Su velada consigna al lector parecería ser: Oír y  si te atreves, contéstame. Irse al balcón desde donde veía pasar los automóviles. Y colocarse atrás del pospretérito:

 

El azul sería

rojo

y el anaranjado,

gris;

el verde saltaría en negros estupendos.

¡Sabidurías

de los colores nuevos!

 

“¡Qué mundo el de los ojos!” Mago del color, poeta mural, (y bien, queridos colores, os saludo), se mete al reino del color, descubre que la furia del rojo da un destello especial al amarillo, pero además que el rojo se hace de amarillo, o también “Hay azules que se caen de morados”, o que se decolora: “Yo estaba azul de ausencia”, y se pliega a pintar a las faldas del crepúsculo: “Hay sed de naranja/ junto a la tarde todavía muy alta”. Como a las faldas del día: “Estábamos al pie de una mañana”.

¿Cómo es el tiempo en la poesía de Pellicer? “Viaja el minuto electrizado” sobre los meses. En París Canción de Primavera dispone: “30 minutos para vivir, y nada más”.  En la poesía de Pellicer el tiempo no pasa, sino juega. Lo dice él mismo. Viene a su Estudio, donde la eternidad sacude, con el plumero, grandes momentos:

 

Chipre. El buque cruza frente a Pafos.

Una boya flotante dice en portugués:

“Aquí nasciou Aphrodita”.

Restos de espuma, de jabón, de esplendor y de fe.

 

Lo hería, sí, aquella pretensión de innovación y ruptura de las Vanguardias, y para más, de Tablada. que el solo modernismo no iba a zanjar, y eso fue lo que le hizo prorrumpir ante José Juan:

 

¡La poesía!

Está toda ella en manos de Einstein.

Pero aún puedo rezar el Ave María

reclinado en el pecho de mi madre.

Aun puedo divertirme con el gato y la música.

Se puede pasar la tarde.

 

Duro es para él sentirse rechazado, pero la ausencia de los amigos lo sobrecoge aún más. El deceso de José Vasconcelos fue el que lo hizo exclamar:

 

De nuestro planeta lo que más le gustaba

fueron siempre el desierto y el mar.

 

Una noche en Egipto, frente a la Esfinge,

misteriosamente derrotada,

me habló del desierto

como si hubiera colaborado en hacerlo.

Después nos alejamos uno del otro

como dos astrónomos un poco desesperados

con la esperanza de recoger alguna estrella.

 

El sinsentido a Pellicer le iba bien. Su manera de ser, de adoctrinar, en él esa calvicie era un segundo piso flamante de este mundo, que mantenía convenientemente engrasado. Urgido de absurdos para alimentarse, a muchos de nosotros (yo de 17 años) nos decía: “compañero”, o si no: “Profesor”. –Yo ya no llevo la pauta de la poesía mexicana, profesor, me decía, comprensivo, a siete años de su muerte, sobrevenida a causa de una fulminante oclusión intestinal dentro de un cuadro cardíaco- Quien la detenta ahora se llama Octavio Paz”.  14 años atrás, Octavio había asumido su esencia en la poesía mexicana, en el ensayo intitulado Las Peras del Olmo. (2) Y lo había hecho bien, en general, pero el Octavio que llegará lejos, que sabe su cuento, le ha dado su lugar en el concierto de la poesía mas no vacila ante la ocasión de descalificarlo secreta, sabrosamente, y al mecanismo aéreo de su poesía le aplica su “manita de puerco”, acercándolo a Villaurrutia por contraste. No tenía, como éste, la angustiosa sensación de sentirse mirado, ‘por mil Argos, por mil largos segundos’, sino que en la obra de Pellicer nunca aparece la mirada ajena. “Es todo ojos y esos ojos están lanzados al exterior…” y lo grave es que es cierto. Desde sus 23 años escribió Pellicer: “Yo tendría ojos en las manos/ para ver de repente”.  Lo cierto es que Pellicer no complacía a la primera, nunca fue “a modo”, no tenía como dicen “pelos en la lengua” para decir la verdad y le faltaba acomodarse al poder. A veces eso seducía mucho en él (Pellicer era un viejo cautivador) pero también hay que decirlo: daba miedo. Creo que hasta a Norma Bazúa le dio algo de miedo. Normal era el intento del poder, entonces por mantenerlo a raya con la comparación del título de su primer libro Colores en el mar (colores como él los vio, nada más) con el de Villaurrutia, quien prudentemente lo tituló: Reflejos, y desde ahí plantear que para Villaurrutia el mundo es un reflejo, lo único real es la muerte, la muerte que se convierte así en objeto de la reflexión poética, (como dijera el cómico, fíjate qué suave), mientras en Pellicer, en cambio, “casi nunca aparece la conciencia y menos aún la reflexión. Con lo cual no quiero decir que carezca de vida interior y espiritual”. (3) Pellicer se daba cuenta de todo, percibía los putazos pero no los bateaba. Transmitía, simplemente transmitía. La mayor parte del tiempo ironizaba porque sabía que él también estaba de paso, y esa era su manera de hablar al ser humano de golpe y sin rodeos,  “hombre que aras la tierra/ tan de mañana… el día es tu feria, tu juguetería”, y sin embargo “a veces la luna por ti está más cerca/ que tu propia casa”. Esa era su manera de pegarle a quien lo ameritara, hasta a la oficina de Dios, que le pegó un día Domingo que además de ir a misa, estaba triste porque odiaba los libros, y se sentía todo menos un hombre bueno. Es así como espeta: “Uno desos estúpidos/ domingos sin sol./ La catedral parece que está hipotecada”. En seguida el poeta se duele de haber comido cierta clase de fruta que lo despeja todo: “manzanas yanquis”. (4) En la “Oda a Salvador Novo”, se amplía su veta irónica: “El hipérbaton será fusilado/ por la espalda/ para justificar sus traicioncitas./ Morirá también el “hado”/ y una gran cantidad de princesitas.” De quien se ríe es del oficialismo que ha dado muestras de arropar a Novo. Pero quien quiere jubilar a todos, darle al mundo la vuelta e iniciarlo de nuevo, no es más que basura. “Mucho gusto, le digo a la basura/ que me saluda fraternalmente”. En ese ambiente de renovaciones o ¿deberíamos decir hoy: contrarreformas?, hay quien propone substituir hasta a la luna, la administradora de todos los recuerdos que “abrió cartas, deshojó margaritas, “erró por el azul del claro cielo”, y entonces, quien aplaude, es el silencio, de manera que dijo Pellicer:

 

¡Ah! ¡si se nos escapaba el silencio!

Señores, un momento, he organizado un jazz band

soy el silencio jr., mi padre

será el que morirá.

 

La Revolución se está subiendo al Cadillac. El general se cambia por el “licenciadito”. Octavio Paz ahora ya lo entendía mejor, a dos años de haberle sido otorgado el Premio Nacional de Literatura, y cuando ya había sido electo en la Reunión de Génova Presidente de la Comunidad Latinoamericana de Escritores. Lo comprendía tan bien que al abarcar el mundo de la poesía nacional (porque la internacional no podía) con una palabra clave que a él le encantó: indeterminación. Textos en movimiento, (fue cuando escribe el prólogo de la antología Poesía en Movimiento), a Pellicer lo saca de la “movida”:

 

“El primer libro de Pellicer refleja su asombro ante la realidad del mundo. Ese asombro no cesa: en 1966 la realidad lo entusiasma todavía. A nosotros también nos entusiasma esa poesía que hace volar al mundo y convierte en nube a la roca, al bosque en lluvia, al charco en constelación. Palabra-papalote, palabra-hélice, palabra-piedra para apedrear el cielo. Nunca nos cansará esta realidad con alas. Cada vez que leo a Pellicer, veo de verdad. Leerlo limpia los ojos, afila los sentidos, da cuerpo a la realidad. Velocidad de la mirada en el aire diáfano: fijar ese momento en que la energía invisible fluye, madura y estalla en árbol, casa, perro, máquina, gente. Como los ríos de su tierra, la obra de Pellicer es larga y, como ellos, fiel a sí misma: su último libro podría ser el primero. En otro poeta esto podría ser un defecto. En él es una virtud, el mayor de sus dones. Conserva intacta la fuerza inicial: entusiasmo e imaginación creadora”. (5)

 

Lo que también es cierto es que el poeta reivindica la catedral. “La Catedral que se apodera de la noche/ y la vuelve colonial”. A mí me atrajo su amistad dado que entre otras cosas lo veía como un puente entre generaciones, esto sentía al dejarlo en algunas reuniones donde lo acompañé al local de Filomeno Mata en que se hacía la sesión de la Comunidad Latinoamericana de escritores, y se quedaba sentado al lado de don Demetrio Aguilera Malta. Yo lo dejaba entre sus pares, pensando que era un puente entre pasado y futuro. Si el modernismo oficialmente cerró con López Velarde, Pellicer reabrió la tienda al dedicar el poema “En medio de la dicha”, a la memoria –escribió él- de mi amigo Ramón López Velarde, joven Poeta insigne muerto hace tres lunas en la gracia de Cristo”, celebrándolo con una suerte de antecedente de lo que Jaime Labastida nombró como “Feroz alegría”:

 

Loemos al señor que hizo en un trueno

el diamante de amor de la alegría

para todo el que es fuerte y es sereno.

 

Pensar que su mundo no moría ahí, se extendía a un Jaime Sabines, amigo suyo como Efraín Huerta a quien dedica “Romance de Tilantongo”. A él podría ofrendarse como de hecho ofrenda a Jorge Cuesta, su actitud de “salir desnudo hacia el poema”.  Salir, tal como es, sin atavismos como aquel que pregonara, ¿se acuerdan?: “En una mano tengo el mar de noche./ En otra mano tengo el mar de día”.

Gente muy del pasado, de muy atrás vivía en su pensamiento como aquellos poetas malditos cuyas primeras ediciones latían ahora en sus manos; pintores que ahora están en la historia como el caso de José María Velasco, del cual mostraba él un cierto cuadro en que, decía, haber ido midiendo cuidadosamente, con una regla parecía un escalímetro, año con año la distancia entre unas rocas y que se había agrandado, las rocas se movían y eso era algo sobrenatural, era un signo de la vitalidad real, erótica, hormonal del legendario José María Velasco; era cosa de verle hincado ante curiosas estatuas que había desenterrado de Tabasco, con las que se formaba ya el material para el Museo de La Venta, su museo, como también otras, de mayas, que hacían el amor en formidables posiciones según él a nosotros totalmente desconocidas. Loemos su paciente labor de museólogo y de ahí al cuidado de la herencia de nuestros insondables mexicanos que le transmiten a él, el “aprendiz de huracanes”, la doliente verdad ajada por en medio de un pueblo que tiene algo de cruz y de calvario, donde a veces se roba para darle a los pobres, donde a veces se mata por exaltación (Díaz Mirón falleció cuando Carlos Pellicer estaba ya para cumplir sus treinta años) y en “La Oda a Díaz Mirón” establece: “…me desvía el tren de bandidaje/ con que vas al idioma y lo registe/ lo mismo que las nubes al paisaje”. Justamente su poemario “En el Paisaje”, se encuentra dedicado a Díaz Mirón. Y se lo dice así, con esa claridad que fue siempre total en Pellicer de no dejar títere con cabeza aunque estuviera dedicando. Por una parte lo considera lleno de la eternidad de la gloria, pero por otra viejo, entristecido y olvidado. Se piensa que Pellicer volcó las Vanguardias al modernismo, del que Díaz Mirón es artífice en sus duros extremos, y el amor que Pellicer le tiene llega a ser religioso, le dice: “Te envidio el relámpago y el trueno/ y la visión oral del Nazareno”.

Llegamos así a la parte más alta de esta muestra. El Pellicer religioso. En el libro de ensayo poético El Príncipe Medusa, (6) leemos que “la experiencia religiosa en Pellicer se transmuta y transita como si se tratara de un atardecer”. Tocaba mucho el tema, sin pedantería: se dirigía hacia esa clase de Dios a la que el hombre ha de tener piedad, y no al revés. La idea es más o menos así: si yo le he fallado al Señor en toda la línea, lo primero que tengo que tenerle en verdad es piedad por lo que yo he hecho con él. Adicionalmente yo creo que se necesita tenerle piedad a Dios para aceptar que vamos a morir con él, pero en fin, eso nunca lo dijo Pellicer, quien forjara:

“Yo nada sé de mí, ya sólo canto/ y no sé lo que canto y si lo digo/ no sé si es que respondo o que prosigo/ sin conocer el agua en que me encanto”. Y continúa: “No lo sé, pero un día bueno y sano/ y hermoso de estar lleno de alegría,/ sangrando todo un fruto de energía/ saldré a buscarte con el sol mediano.// Y te diré: Señor, yo nada entiendo;/ por ti la sombra de mi vida enciendo/ como Tú de la noche das el día.”  En un poema a América anota: “La voz de Dios haga mi voz hermosa”. En los “Sonetos bajo el Signo de la Cruz”, establece: “Cuando tenga en mi voz el agua clara/ de ser con los demás como conmigo… Toda criatura me dirá “contigo”/ cuando en el agua escuche mi voz clara”. Tal vertiente culmina en la identidad que hace de sí mismo con la noción mítica de la Virgen de la Soledad: “Señora/ como una primavera de puñales/ miro tu corazón que parpadea/ al pie del árbol sangre….// Soy un poco de tierra amoratada/ que azotó el huracán de caballos desnudos./ Soy un poco de nada al servicio de la noche/ para que se consuman los jaguares/ de mis fuegos antiguos./ Soy lo que pudo ser un mediodía nublado/ lleno de pájaros muertos./ Soy el eco de tu soledad, Señora,/ Reina de reinas de las soledades.” Un culto sin igual ella y él. Los dos están solos en el mundo divinamente misterioso y terrible. Un poco así cual de momento  humanos y éste es aún otro Pellicer. ¿El último? Ve de frente a la imagen de la Soledad y le dice: “Yo soy el perro hambriento que agusanó la noche,/ huérfano y prodigioso, todo nadie y estrellas,/ seco de sed y harapo oculto de ladridos/ en el hueco de algo que no sabré decirte/ si está en mí, en los demás o en algo/ que si existe, no existe sino en tus ojos vírgenes”.

De sus arrebatados poemas, a la nostalgia de sus últimos días, cual un común denominador de vida: cada año ponía sus Nacimientos. “Creo en Cristo como Dios y la única realidad importante en la historia del planeta. Todo lo demás… es accesorio, secundario y anecdótico”. Decía que organizar el Nacimiento en su casa, era lo único notable que había hecho en su vida. Año con año conjuntaba plástica, música y verso, como una obra maestra. Una vieja matrona que vivió muchos años, argüía haber sido su nana. Miles de gentes iban a la casa por espacio de 5 o 6 semanas, largo rato de noche a mirar el Nacimiento. “Mi madre, tan humana cuanto religiosa, me inició en la divina práctica de “El Nacimiento... Gracias a Dios y a ella, pude, puedo, hacer cada diciembre lo que dura un mes y parece eterno”. (7) En su juventud Pellicer conoció la dicha pero, ya transido por el dolor afirma en los Sonetos de Esperanza: “Algo de Dios al mundo escalofría”, a manera de leve queja a lo Job que en el fondo es un escalofrío personal ante la inmensidad del milagro de un mundo desde “la gran ruina de sombras en que vivo”. Hay algo de expiación en la poesía de Pellicer. “Una sensación de obsequio recorre las cosas cuando se habla de lo sagrado en Carlos Pellicer”. El mejor ejemplo puede ser el “Nocturno a mi madre”, donde toman forma sus admirables versos: “todo cerca de mí tiene ganas de hablar./ Nunca he estado más cerca de mí que esta noche.” Entonces recuerda a la autora de sus días en forma conmovedora: “Hace un momento la oí que abrió su ropero,/ hace un momento la oí caminar./ Cuando me enseñó a leer me enseñó también a decir versos/ y por ese tiempo me llevó por primera vez al mar.” Es un poema afortunado como pocos: “El silencio es tan claro que parece retoñar…/ Crece mi corazón como un pez en el mar”.

 

Crece en la obscuridad y fosforece

y sube en el día entre los arrecifes de coral.

Corazón entre náufrago y pirata

que se salva y devuelve lo robado a su lugar.

La noche ahonda su ondulación serena

como la mano que en el agua va la esperanza a colocar.

Hermosa noche. Hermosa noche

en que dichosamente he olvidado callar.

 

Es en este poema en el que Pellicer se queda, pero para siempre, le gusta que lo veamos así, pues sabe que ahí se ha conquistado su indiscutible lote de eternidad. Es algo mágico, es un pareado que retiene el tiempo. Un duro y espectral pareado que por donde se mire no tiene pierde, se queda detenido el tiempo y uno siente vibrar a todo lo que da el diapasón. Claro, hay que ponerle ganas. Por el momento aquí lo vamos a dejar. Total, él ya había dicho en sus Sonetos Postreros: “Esta barca sin remos es la mía./ Al viento, al viento, al viento solamente/ le he entregado su rumbo…” Acompáñenme pues a dejar a Pellicer esta noche en su mejor poema. Le gusta estar ahí. Desde el Poema Elemental dijera: “Sobre la yema de los dedos/ se sostiene la noche/ aérea y enorme”. Esta noche de hoy, una vez habremos de dejarlo en su poema donde el tiempo pasa por san Agustín y se convierte en parte del alma. El tiempo entre los ángeles me observa, había notado ya en otro Nocturno donde la noche altera su terrible primavera y sin embargo: “Buena cosa es alzar los ojos”. Dejémoslo. Al fin y al cabo es un poema de la medianoche, un poema en que el ángel alto de la medianoche llega, como para insistir que estamos hechos de la misma substancia de los sueños. “Va repartiendo párpados caídos/ y cerrando ventanas/ y reuniendo las cosas más lejanas”. Es decir, dormiremos. Después de este poema dormiremos, amigos.

El ángel de la noche también sueña pero nosotros a veces estaremos despiertos, un poco en los momentos que el aire nos obsequia en esta luminosa realidad. En un momento así, cada uno de nosotros habrá de repetir a su manera, como Arguedas: somos aún: vivimos, cada cual en la forma que le sea propicia, quizás en otro cuerpo, quizás en otro trato con la materia a miles de años luz, y eso sea lo único a salvar y que se salve por miles de años luz:

 

Hace un momento

Mi madre y yo dejamos de rezar.

Entré en mi alcoba y abrí la ventana.

La noche se movió profundamente llena de soledad.

 

Y porque ese momento de peinar el lenguaje con el ser que nos trajo, fue, ha sido y será por siempre la más perfecta felicidad, dentro de la absoluta soledad (el “vuelvo a ti soledad, agua vacía”) y porque ese momento es tan eterno que ningún tiempo que pase ha de burlar, sino que comparece a mirarnos detenido, apresado, capturado de pronto para siempre en este par de versos que el tiempo como ladrón honrado respetará, ahí les dejo el pareado, el prodigioso pareado, que ahora les toca a ustedes decirse más y más hacia adentro para ver cómo sienten, a ver si es verdad que se detiene todo, y enmudece, en un presente atemporal:

 

Hace un momento

Mi madre y yo dejamos de rezar.

 

***

 

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  1. Zaid, Gabriel, La poesía en la práctica, SEP, México, 1985.
  2. Paz, Octavio, Las peras del olmo, UNAM, México, 1957.
  3. Mullen, J. Edward, Boletín Bibliográfico y la Poesía de Carlos Pellicer, UNAM 1972, v.t. Marco Antonio Acosta, Pellicer en el paraíso, Ateneo Tabasco, Federación Editorial Mexicana, México, 1987, p. 18
  4. Pellicer, Carlos, Antología poética, Col. Popular número 95 del F.C.E, México, 1969, passim, poema no coleccionado en pp. 49-51.
  5. Antología poética Poesía en Movimiento, México 1915-1966, selección y notas de Paz, Alí Chumacero, Pacheco y Homero Aridjis, pról. de O. Paz, Siglo XXI Editores, 27ª. ed., 1998, pp. 14-15.
  6. Pellicer, Ibidem, p. 354.

 

     
 
             

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