Eduardo Cerecedo, Festejar la ruina, Eterno Femenino Editores, (Col. Letras Rojas), ed. a cargo de Noemí Luna García, Portada: Miguel Vargas, “Tiempo en ruinas”,  Libro artesanal, ejemplar 177, México, 2011. Reseña por Carlos Santibáñez Andonegui (12/01/14)

 

Se ha dicho que existe una poesía más propia para ser hablada (bien hallada, habitada) y otra más propia para ser meditada (todavía mejor hallada y habitada), y así precisa creerlo hasta que esto no ocurra al revés. Apunta Pfeiffer, en su apartado teórico sobre “lo plasmado y lo meramente hablado”: “Hay profunda diferencia entre la apasionada confesión a gritos de una experiencia, y la capacidad de trasmutar lo vivido en sonido e imagen, de modo que vibre realmente “en” las palabras. (1)

Cuando se privilegian los recursos externos, como la rima, los adornos, se está ante una poesía más bien hablada, pero cuando se profundiza en el fondo, llegando a una poesía más reflexionada, se está ante la tentación de incluso dejarla para después meditarla, habitarla. Eso a mí me sucede con la poesía de Eduardo Cerecedo en su opúsculo Festejar la ruina. De una cosa podemos estar seguros: no es poesía fácil, que halague encarecidamente al oído o los sentidos, que complazca “a la primera”. No es una poesía de complacencias, que se entregue enseguida o venda la trama. No podía ser de otro modo  porque lo que festeja, como su nombre sugiere, es precisamente la ruina. No es una poesía de lo perdido, aunque parezca su panorama parezca corresponder a algo perdido, derrumbado tal vez, algo de lo que no se estuvo a la altura, o se extravió, pero que alguien, el entendimiento, la fe, vaya usted a saber, alguien a quien podemos llamar con toda la buena y mala leche del mundo, “el Señor”, intentó levantar para hacer habitable esta tierra por nosotros.

“El señor hace palacios con las palabras,

los pule con su amor.”

El lenguaje humano también duele, está vivo, y además es nuevo, relativamente nuevo en el planeta. Lejos de sus heridas, de sus cuitas, en sus torres de viento, se alcanza el cielo que poco o nada tiene que ver con él: “El cielo: templo sostenido por torres de viento,/ donde la voz de Dios cura el tiempo, dando así/ sitio a lo nuevo, es decir, a la/ palabra que se ajusta/ a las cosas”. El lenguaje nos hermana en el eco, su hueco: “La palabra cielo: llueve/ y algo se evapora/ para que la garganta/ sea un nudo más que la voz resiste”.

A diferencia de la dicotomía cielo-lenguaje, la sencillez germina en la dicotomía agua-Dios: “El agua en un principio/ filtra el verbo de Dios”. El Dios que Cerecedo bebe por agua, es aquel a quien el evangelio hace decir: “Tengo sed”. Esto es, el que hace milagros, que ahora sí, son capaces de abarcar al lenguaje: “La palabra de Dios llena de frescor el agua”. El verdadero primer milagro, es que aparezcan versos como añejados: “Años de silencio despeja el vino sobre el agua”. Por eso entre humorístico y grave, Moisés llama a la roca: “Toc,/ toc,/ toc.// ¡Bebed!” De esta bondad del agua, surge la vida, mas como en la explicación psicoanalítica, donde aparece la culpa impidiendo que podamos creer que es verdad tanta belleza y entonces olvidamos lo soñado (la solución) al despertar, así aquí, en lo complejo de la travesía: “el agua no sabe que agua es”. Y si en Neruda el ser humano se alegra ante ese formidable bosque respiratorio, aquí “después de la lluvia/ el bosque gotea sol”, y se crea una deliciosa complicidad entre el agua y todos sus referentes: “El bosque, agua a mi puerta,/ alumbra frondas de fuego/ lo que hace un momento/ Schumann humedecía en lo claro/ de las nubes”. De cualquier manera, se avanza a ser agua, se viene del agua y el agua se asemeja a la más eficiente arma de tortura, “tanto que minó la terquedad del faraón”. ¿Será que la ruina sirve para construir? “Festejemos la ruina en su construcción del anhelo”, expresa Armando Oviedo en contraportada, y descubre en Cerecedo “una voluntad de registrar las alianzas posibles con los territorios que se besan en la orilla del deseo: agua y tierra”. Buen conocedor de su poesía, - es a él y a Renán a quienes se encuentra dedicado el libro, establece el maestro Armando Oviedo, que más que tratarse de una poesía de lo perdido, es una poesía para recuperar “los lugares donde fuimos felices” como diría el narrador Julio Ramón Ribeyro. Por eso –observamos- los motivos ceremoniales son más que el pretexto para desarrollar juegos poéticos que enriquecen la noción de rituales como por ejemplo la misa, o episodios bíblicos como la esclavitud en Egipto, donde se maldice al viaje “Y el dolor afila/ los destellos del agua”. (2)

La poesía es una hermana para la mística, una ciencia auxiliar que le permite identificar las señales. Aquí las señales se dan en tres niveles de ruinas correspondientes a las tres secciones del libro. En la primera, el hallazgo de la señal es crítico. Estando en misa dominical el poeta reta a Dios y le pide una señal de su existencia. Como a tantos de nosotros, lo sorprende lo inmediato de la señal, que para otros, -los desangelados, los más pocos- será casualidad: “Aún no terminaba de pronunciar mi blasfemia, cuando uno/ de mis oídos comenzó a zumbar”.

Nacido en Tecolutla, Veracruz, en 1962, ganador del Premio Nacional de Poesía Alí Chumacero en 2011 y el Premio Nacional de Poesía Lázara Mendiú en 2012, entre otros, el Maestro en Letras Eduardo Cerecedo, ha consolidado un aporte significativo en la literatura mexicana, con más de cincuenta libros publicados, entre compilaciones y de su autoría, tales como: Cuando el agua respira, 1992, Atrás del viento, 1995, La dispersión de la noche, 1998, Luz de trueno, 2000, Agua nueva, 2004, Nombrar la luz, 2007, La misma moneda, 2011, y Condición de nube, con la que obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Bernardo Ruiz”, 2010.

La segunda sección del libro que nos ocupa, inicia con un luminoso epígrafe de Alfonso Reyes, referente al saludo, sí, a la señal chispeante entre ruinas que se abrazan, un apretón de manos, el hecho mismo de saludar: “¡Aleluya! La mano entró en la mano./ Sólo quemamos dos o tres palabras”. Esta sección en donde la señal es casi imperceptible vista de frente, pero que de soslayo no se puede negar, es el mejor momento para explicar que en nuestra vida humana “la nada toma cuerpo”, rasga el día su revés y el poeta proclama su preciosa consigna: “Que la materia se hinche/ que crezca la vida”. Mientras los días se suceden, “vuelve a caer el sol para que amanezca/ de nuevo”. Este ritual de amaneceres es la mejor conciencia para volver actual la profecía de Moisés al matar a la serpiente en el desierto, y ordenar clavarla en una cruz, hecho que se interpreta como figura de la crucifixión de Cristo. Así aquí, en el poema “Parte del madero”, la serpiente se cree fuera del juego, pero no: al volver en sí, “se descubre colgando de una estaca de madera./ Su cuerpo ahora formado por el dolor/ es parte del tronco que levanta/ la tarde de marzo”. En perfil de “animal que abandona su especie/ clavado en la estaca/ del performance de la pasión y ahí, lo cotidiano, ve el poeta  Lo que realmente somos”.

El poder sugestivo de Cerecedo funda instantes memorables de su quehacer poético, a través de sus diversos poemarios como el ya citado Condición de nube, donde dibuja: “La madrugada nos golpea con los trenes de niebla que fabrica el sueño”, y ha sido Gilberto Prado Galán (3) quien ha detectado la unión de esta vertiente de su poesía, con “la percepción elástica del fluir temporal”: “Llegó junio y el cristal por el que veo el tiempo es golpeado por la música de Bach”. No se queda con lo que sabe ni con lo que siente: Cerecedo, infatigable, va por la misma senda de Renán, promoviendo a los jóvenes, para allá apuntan las revistas literarias en que ha colaborado como crítico, tales como Bulimia de camaleones, Letras independientes, Génesis y la revista Bitácora. Trae la naturaleza en su palabra, especialmente el agua, como el niño que ha vivido cerca del Atlántico.

En la tercera y última sección, el agua se ha vuelto luz que se hace visible y es “resina del árbol que gotea/ después de llenar los ojos de quien la mira./Desde la cruz/ astillar la tarde.” En esta ruina se pulen y perfeccionan los misterios “de salida”, del cuerpo humano, por ejemplo: “la lengua/ es una lanza que la sangre/ pule al fluir sobre los huesos, arterias de luz…” Y esta veta lo acerca por de pronto a Renán en el hermoso poemario de “Viajero en sí mismo”. Ambos poetas, Cerecedo y Renán, compañeros de búsqueda de “el brillo deseado”, siguen su búsqueda de lo Absoluto hasta la encrucijada de entender que la humanidad vive inventando un pretexto donde apoyar este infinito peregrinar de las mujeres y hombres: “alguien que pague por la fuerza del báculo”. Sólo al oír el inefable “argüende de las voces”, se va por la existencia hasta intentar “el cascabeleo”, que logra todo, hasta irritar el alto vacío, y convertirse en: “La oración, más oración”.

 

 

1. (Johannes Pfeiffer, La poesía, (Hacia una comprensión de lo poético), Breviarios número 41, p. 82).

2. Armando Oviedo, Festejar la ruina, de Armando Cerecedo, Eterno Femenino Eds., 2011, contraportada.

3. Gilberto Prado Galán, Condición de Nube de Eduardo Cerecedo, Nota y Poemas en el Blog de la editorial ArteletrA.